Cuando (se te) muere un perro

 

Álex en mayo


Publicado en El Asombrario y diario publico.es, 29/08/2022

Después de tantos días de calor, ayer amaneció fresco. También vinieron unas nubes como globos a posarse sobre los cerros unas detrás de otras, apelotonadas y encogidas como si la primera que llegó hubiese hecho tapón a todas las demás. Eso debió de ponerlas de mal humor, porque por la tarde estaban grises, sucias de tanto empujarse. Pero no llovió. Yo salí sin ti al camino que tomábamos siempre, el que acaba de golpe en el sembrado, y me senté en las mismas rocas desde donde se despliega la llanura en un damero salpicado de choperas hasta perderse de vista. Y mientras los campos se dormían en un silencio lechoso y fresco, me eché a llorar.   

Cuando un perro se muere no va a ningún sitio. No hay ningún cielo para perros, esa tontería. Los perros —igual que algunas personas— no tienen alma, lo que pasa es que ocupan un buen trozo de la nuestra, se la apropian. Lo pienso ahora que te has ido y me preguntan por ti al cruzarme con alguien. Entonces no digo que has muerto, sino: “se me ha muerto”. Digo se me ha muerto Álex como si en vez de un perro hubieses sido algo de mi pertenencia —un reloj que se estropeó, una planta marchita—. Bueno, enseguida tendrás otro ¿no?, me dice todo el mundo. Como si hubieses sido solo cualquier cosa que ahora pudiese reemplazar por otra. Una cosa que estaba vieja por una cosa nueva.

El año pasado uno de mis alumnos me regaló el libro El amigo, de la autora neoyorkina Sigrid Nunez, porque decía que la protagonista le había recordado a mí. En la novela, una escritora que imparte clases de narrativa afronta el suicidio de su mejor amigo y mentor, y se hace cargo del perro de éste: un gran danés moteado con el que tendrá que aprender a compartir su tiempo y el diminuto espacio de su apartamento en Manhattan. La pérdida de su amigo y la convivencia con el perro Apollo, ya muy anciano y frágil, la llevan a una larga reflexión acerca de la vida y de la muerte, del sentido de la escritura. Y también acerca de la relación con los animales que conviven con nosotros, porque tras acogerlo en casa, Apollo, que ya fue abandonado en una ocasión y presiente la desaparición de su dueño, parece deprimido. Pero aún sabemos muy poco de lo que ellos sienten. “¿Por qué a la gente suele costarle más aceptar el sufrimiento animal que el sufrimiento de otros seres humanos?”, se pregunta la narradora, mientras recuerda aquellas ocasiones en las que ha tenido que enfrentarse a los padecimientos o la muerte de los animales que amaba. Y presagiando que Apollo se encamina hacia su final, con el correr de los días su propio sufrimiento se va fundiendo con el del perro hasta hacerse indistinguible uno de otro, animal o humano.    

Álex ha estado conmigo durante trece años y en todo ese tiempo, salvo algunos viajes, casi no nos hemos separado. Después de esta larga convivencia, un perro se ha integrado tanto en tu vida que puedes ver el mundo desde su punto de vista. Se establece una rara compenetración mutua que de algún modo los humaniza; como con las personas, nos gusta intuir cuándo están contentos o enfadados, cuándo se aburren o necesitan algo. Siempre nos necesitan. Así que cuando un perro muere desaparecen de pronto las rutinas que ordenaban las horas de tus días: el paseo, la comida, el gesto involuntario de alargar la mano y acariciar su oreja, la manía de hablarle, o la constante inquietud cuando te acuerdas en medio del rutinario ajetreo de que, como le ocurre a Apollo en el libro, lleva solo en casa muchas horas. “Excepto cuando he de ir a la universidad, no lo dejo solo. Aparte, siempre lo llevo en mi mente y estoy ansiosa por volver con él. Me saluda en la puerta (¿ha estado junto a la puerta todo el tiempo?), pero con una mirada sofocada que dice que no ha sido fácil la espera.” Trece años parecen muchos para tanto desvelo, pero entre rutina y rutina se han pasado en un soplo.

Isak Dinesen afirmaba que cualquier pena era más soportable si contabas una historia sobre ella. Nos contamos historias para poder vivir, decía Joan Didion, que conjuró sus tragedias en páginas desesperadas. Natalia Ginzburg era más sensata: no puedes esperar consolarte de tu dolor escribiendo. En la novela de Nunez, la narradora habla todo el tiempo con el perro Apollo intentando recomponer las piezas de quien era antes, antes de la pena. Yo me siento a escribir estas líneas con esfuerzo y tantas dudas como ella, con la misma estrategia de hablarte como si aún estuvieras cerca, tumbado más allá con tu respiración fatigada de las últimas semanas, observándome con tu habitual perspicacia. Quizá los perros solo entienden del instante que viven, pero es siempre el que comparten con nosotros; su vida consiste en sentir el mundo estimulante que les rodea y en mirarnos, anhelantes. Los más desgraciados solo esperan que alguien repare en ellos o los toque sin hacerles daño, para poder mover un poco el rabo. Apenas con olernos lo saben todo de nosotros; somos para ellos libros abiertos, libros que hablan. “Creo que es justo decir que, gracias a tu don superior, me puedes leer mejor de lo que yo te puedo leer a ti. Las hormonas y feromonas te mantienen actualizado. Mi ansiedad por el comienzo de las clases dentro de una semana. Mis heridas abiertas. Mis miedos ocultos. Mi soledad. Mi rabia. Mi duelo incesante. Puedes oler todo eso.

A ratos mi nostalgia se empeña en recrear las escenas más felices de mi vida con Álex, y entonces caigo en la cuenta de que, a diferencia de lo que nos ocurre con las personas, las escenas de mi vida con él son todas felices: trotando junto a mi bicicleta bajo los árboles del río, atacándome en el sofá para luchar con él por su juguete, pidiéndome con el hocico el periódico, la correa o el paraguas para llevarlo en la boca, olfateando un rastro con su nariz pecosa hundida en la hojarasca, nadando conmigo en el mar o en el agua fresca del pantano donde nos gustaba tanto bañarnos, esperándome junto a la puerta, siempre. Me pregunto si su placer se parecía al mío, si era tan simple y tan humano. Hoy daría lo que fuera por un último baño, un último paseo juntos.

Está llegando septiembre. Por las tardes, como un perro, el sol lame los collados con su lengua de oro viejo y ventea el polvo en los páramos que sobrevuelan los buitres. Ahora salgo al camino a mirar lo que tú mirabas, a oler lo que olías, a escuchar el aire crepitando entre los chopos de la vaguada donde a veces espantabas a algún corzo. Sigo yendo contigo pero sin que estés, y a cada paso mi mente repite una vez y otra los versos de Louise Glück que leí entonces, cuando creí que las palabras no podrían confortarme: “Debes buscar dónde poner el pie / antes de apoyar todo tu peso.” Y así atravieso ahora los días: sin que tú estés, pero aún contigo.

Comentarios

Entradas populares