El futuro según Liam Young
Fotograma de Nueva ciudad, de Liam Young |
Publicado en El Asombrario y diario publico.es, 11/07/2020
Mientras patrulla la ciudad, sobrevolando las azoteas y deteniéndose apenas un instante frente a algunas ventanas para comprobar la identidad de quienes se asoman, un dron podría registrar, dígito a dígito, los latidos de personas que se buscan. En el futuro, los drones podrían contar historias de amor. Los drones #01 y #2 de vigilancia lo hacen; observan a Jazz y a Tamir intercambiando mensajes —quizá poemas— escritos en papeles que envían a lomos de su propio dron: un artefacto cutre y hackeado cubierto de pelotitas blancas que va de un edificio a otro atravesando la atmósfera de un atardecer ceniciento. Está sucediendo en el cortometraje En los cielos robot, dentro de la exposición Liam Young. Construir nuevos mundos en el Espacio Fundación Telefónica de Madrid, que reúne las videoinstalaciones más destacadas de este arquitecto especulativo y cineasta australiano cuyas obras se exponen en museos como el MoMA de Nueva York, la National Gallery de Victoria o el Victoria and Albert de Londres. A través de sus videoinstalaciones y cortometrajes, Liam Young explora el impacto de las tecnologías en la vida de las personas y su influencia en la transformación de nuestras ciudades: “quería contar historias sobre las implicaciones y posibilidades de las tecnologías creando prototipos en cine de un posible futuro.”
Los drones de la película, los de vigilancia y el de los enamorados, penden del techo en un rincón de la sala para hacernos dudar de que todo era una ficción; Jazz y Tamir existen, su ciudad es nuestra ciudad, las personas que se asoman con desconfianza al oír el zumbido de las hélices son nuestros vecinos y las cámaras del dron policial que los examina comprobando su identidad son nuestros propios ojos, que los vigilan.
Esa delgada línea entre lo irreal y lo
posible recorre cada instalación de esta muestra. En Un mundo en crisis, una gran
urbe amalgamada y tenebrosa llena la pantalla envuelta en el vapor ocre que
sale de las chimeneas, hundiendo sus cimientos en agua y basura. Mirándola me he
acordado de antiguas imágenes de la ciudad amurallada de Kawloon en Hong Hong, “la ciudad de la oscuridad”, que alcanzó la
mayor densidad de población del planeta y fue demolida en 1993: un infecto
hormiguero perforado por miles de antenas, cables y mugrientas tuberías donde
los edificios crecían como peces boqueantes apoyándose unos en otros, albergando
edificios nuevos en las azoteas, tan apretados que las calles tenían apenas un
metro de anchura. Aquí en la exposición, bajo el engañoso título de Nueva
ciudad, las pantallas muestran arrabales a los pies de montañas recorridas
por largas pasarelas aéreas donde solo circulan paquetes, y un centro de
producción con cientos de operarios sincronizados y pulcros, indistinguibles de
los mecanismos que accionan rítmicamente. Parecen los escenarios de una
película de ciencia ficción, pero pienso que estas ciudades imaginadas por
Young proyectan un futuro probable, cuando entre las montañas solo viajen nuestros
deseos empaquetados por los mismos santuarios del consumo que ya han colonizado
este tiempo en el que vivimos.
En la novela Un mundo feliz de Aldous Huxley, el control y tecnologización de los procesos productivos estaba a cargo de operarios expresamente fabricados mediante cultivos humanos para realizar los trabajos más peligrosos o repetitivos. Formaban parte de una sociedad obediente y estructurada en castas donde la individualidad o cualquier manifestación emocional era sospechosa de anomalía o delito, y en la que un estado hipervigilante había eliminado cualquier rastro de arte, ciencia, filosofía o libros. En la película de Young Donde la ciudad no puede ver que se proyecta en la siguiente sala, grabada en Detroit en 2019 mediante escáneres láser, varios trabajadores de una fábrica de automóviles recorren las calles en taxis sin conductor tratando de geolocalizar un lugar clandestino a las afueras donde habrá una fiesta. Cada rincón está vigilado por los sistemas de seguridad del monopolio chino LiDAR, que detectan cualquier movimiento emitiendo constantes pulsos de luz invisibles para el ojo humano. “No hay sitio para esconderse, la ciudad lo sabe todo”, comenta en off un taxista jubilado que recuerda su infancia en estas calles, cuando la ciudad era distinta, quizá parecida a las nuestras. Una megafonía de voz metálica pide a los ciudadanos que alerten de actitudes subversivas y se protejan contra los malware que infectan los canales oficiales. Pero para evitar el reconocimiento facial de las cámaras, los jóvenes se ponen máscaras tribales y llevan trajes de tejido reflectante que los invisibilizan, y consiguen reunirse en el bosque donde sus figuras espectrales bailarán al ritmo de músicas prohibidas, transformados en hermosas ráfagas luminosas que acarician los árboles hasta el amanecer.
El término smart city (ciudad inteligente) se acuñó hace casi veinte años para incorporar las posibilidades que tenía la tecnología digital en el diseño de modernas ciudades eficaces y sostenibles. Sin embargo, como ocurre en nuestros terminales electrónicos y las aplicaciones que empleamos en ellos, los grandes flujos de información que maneja la digitalización vulneran la libertad y la privacidad de las personas. La imparable urbanización del planeta está grabando a fuego el corolario inquietante de esta civilización: mientras desarrollamos energías renovables, nuestra expansión y forma de vida cambian y destruyen la atmósfera, la tierra y los océanos. En su instalación El gran empeño, Liam Young y la científica medioambiental Holly Jean Buck proponen “descolonizar la atmósfera” con una infraestructura en aguas internacionales que transformaría el CO2 en gas licuado y lo enterraría bajo el lecho marino, mediante la implicación a escala planetaria de los recursos y el esfuerzo constructivo de millones de personas solidarias. Esta obra colosal de ingeniería, la más grande jamás proyectada, aparece en la pantalla en forma de esferas metálicas que emergen entre el oleaje como panzas de ballena y en molinos que hunden sus pies en el mar como gigantes, cuyos brazos parecen acompasar las voces de miles de operarios entonando la canción que acompaña la imagen como si fuera un himno.
Algunos cálculos afirman que en 2050 habrá en la Tierra 10 mil millones de habitantes. Hace cincuenta años que el arquitecto griego Constantinos Doxiadis trazó la utopía de una única ciudad que fusionara todas las megalópolis del planeta, al observar que el crecimiento constante de la urbanización y población mundiales amenazaba ya con convertirse en una urbe desmesurada que ocuparía la totalidad de la superficie terrestre. También en 2016 el biólogo americano Edward O. Wilson lanzaba una propuesta radical en su libro Half-Earth: liberar la mitad del planeta de la presencia humana con la creación de una extensa reserva natural donde preservar la biodiversidad, redistribuyendo para ello las poblaciones actuales y redefiniendo las ciudades. Partiendo de esta idea, y con el asesoramiento de prestigiosos economistas, arquitectos, científicos y pensadores como Saskia Sassen, Benjamin Bratton, Andrew Tolland o Giorgos Kallis, Liam Young recrea en la película Planet City un nuevo orden mundial en el que los países se han replegado en una única metrópolis hiperpoblada que liberaría el resto de la superficie terrestre y conseguiría renaturalizar el planeta. Una panorámica recorre algunos distritos de esta ciudad imaginaria donde las máquinas coexisten con los ritos y culturas de sus pobladores y las infraestructuras aportan los recursos necesarios para la subsistencia: paneles de litio gigantes, molinos, huertos urbanos, canales de agua por donde circulan balsas y pequeñas naves. La forma de vida es otra en la ciudad porque en este futuro se consume menos; así lo corroboran algunos vecinos como un pastor de drones o un cultivador de algas. En los poéticos planos a cámara lenta de la película de Young veo esa inmensa ciudad multicultural envuelta en una bruma rosada donde flotan pequeñas láminas iridiscentes, veo árboles frondosos que se abren paso entre los edificios y una vegetación que trepa abrazada a las fachadas donde anidan las aves, y veo dos mariposas que juegan y se cortejan perdiéndose hacia lo alto. Mariposas, viviendo en la ciudad.
En 1977 se lanzaron al espacio las naves Voyager 1 y 2 con un disco de oro en el que se grabaron sonidos y músicas de diferentes culturas del mundo, saludos en 55 idiomas, mapas y gráficos con la localización de nuestro planeta en el sistema solar, algunos datos de la vida en él como la forma y medidas de nuestros cuerpos. Quizá algo ahí fuera lo haya encontrado, pero han pasado casi cincuenta años y ya no se haría idea de lo que somos ahora; hemos cambiado mucho. Así que Liam Young, en colaboración con la arqueóloga espacial Alice Gorman, juega en su instalación The emisary con la posibilidad de enviar una nueva sonda espacial que explore otros planetas y lleve una información actualizada de nuestro mundo. Y son hermosas las imágenes de esa sonda flotante que bordea la línea de la Tierra iluminada por los últimos rayos del sol, y el espacio punteado de estrellas y galaxias ignotas como un denso tapiz polvoriento, pero mirándolas pienso que una información actualizada de nuestro mundo podría llevar a pensar a quien lo encuentre, ahí fuera, que muy probablemente nos hayamos extinguido.
Liam Young propone cambiar las cosas ahora para empezar a construir el futuro en el que queremos vivir. Quizá para que, tras el recorrido, nadie abandone la exposición sin esperanza, la última sala muestra sus entrevistas y documentales sobre proyectos que ya se están llevando a cabo. Por ejemplo en la industria alimentaria, cuyo porvenir, nos dice algún científico en pantalla, dejará atrás el tiempo en el que cultivos y sistemas ganaderos arrasaban la tierra destruyendo nuestros recursos. Una nueva agricultura tecnológica alimentará a la humanidad fabricando artificialmente alimentos “naturales”, sin emplear animales vivos o labrar grandes extensiones de terreno, en enormes plantas de producción con agua y luz controladas donde los vegetales crecen en condiciones óptimas y asépticas, sin residuos; rebaños de robots que sustituirán a las bestias de carga y a ciertas especies que considerábamos ‘a nuestro servicio’; ejércitos de máquinas programadas para realizar las tareas más penosas de sol a sol. Sí, parece un mundo feliz. A cambio, todo esto acabará con los alimentos estacionales y la idea romántica del agricultor sembrando con sus propias manos, pero como dice sonriente en una entrevista el propietario de una de estas empresas de cultivo ante largas bandejas con lechugas que llegan hasta el techo de la nave, la modificación genética nos puede dar deliciosas fresas con sabor a café, por ejemplo. En Dubai está proyectada la planta alimentaria más alta del mundo, así que el futuro no está tan lejos como pensamos. Se está construyendo ya.
Liam Young. Construir nuevos mundos
Espacio
Fundación Telefónica. Madrid
Hasta
el 20 de noviembre
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