Ruta por hórreos en Costa da Morte

 


Publicado en el suplemento El Viajero de El País, 13/08/2021

En el cementerio que rodea la iglesia de Santa María de Lira una mujer y un hombre se afanan limpiando un nicho y colocando en él flores nuevas. La lluvia apacible lava también las lápidas adornadas con conchas que alfombran el suelo hasta las tapias, a donde vienen chillando las gaviotas para posarse en las cruces de piedra. Desde aquí se ve la extensa lengua blanca de la playa de Carnota y el perfil granítico del monte Pindo surgiendo en la bruma. Y junto al templo, asentado en 22 pares de pies sobre una plataforma que salva el desnivel del terreno, dormita en un prado el hórreo de Lira, que con sus casi 37 metros es el más largo de los miles de graneros elevados que salpican el paisaje de toda Galicia. Solo aquí, en la Costa da Morte, hay más de doce mil hórreos –o cabazos, cabaceiras, espigueros, canastros, palleiras, sequeiros- catalogados por expertos que han solicitado a la Unesco su declaración como Patrimonio de la Humanidad. A unos kilómetros de allí, en un hermoso cuadro con la iglesia barroca de Santa Comba y su palomar, el hórreo de Carnota ya está declarado Monumento Nacional. Construido en 1768, se amplió en 1783 con once nuevos pares de pies –o tornarratos, que alude a su función de impedir la entrada a los roedores-, y por apenas un par de metros compite en tamaño con el de Lira. Desde la cabecera parece un enorme vagón musgoso, un coloso que avanza sobre sus patas con dificultad coronado con una cruz de piedra y pináculos barrocos.

Carnota también es famosa por los más de siete kilómetros de arenal protegido de su playa, que discurre junto a la carretera y en cuya marisma veo algunos pescadores buscando navajas o berberechos. Entre densas masas de bosque bordea luego el legendario monte Pindo hacia O Ézaro. Allí se desploma entre las piedras el río Xallas hasta el Atlántico en una espectacular cascada que se puede contemplar desde la Central Hidroeléctrica de Castrelo, recorriendo pasarelas que discurren bajo eucaliptos gigantes por la ribera hasta el mirador. Pasando los restos del antiguo puerto ballenero de Caneliñas, junto a la iglesia de Santiago de Ameixenda –donde dicen tener los huesos de un meñique del apóstol- hay un hórreo con diez pares de pies y el tejado remozado. Ya en la comarca de Fisterra, el hórreo de Ceé, donado por un vecino como dice su placa, adquiere carácter de monumento en una plaza ajardinada frente a la Casa de Cultura. En la cercana iglesia de San Adrián de Toba, desde donde parte la senda boscosa de los muiños, se asienta sobre una plataforma un gran hórreo de 15 metros con trece pares de pies conocido como Canastro de Caamaño. También en la vecina Corcubión se ven al menos una docena de hórreos familiares encaramados a los prados o junto a las casas. En un paseo por sus calles empedradas descubro preciosos edificios modernistas o indianos, fachadas con blasones y galerías acristaladas como las de la Casa Teixeira, o la Casa Miñóns bajo las palmeras de la plaza Castelao. En la Peixería Mar Viva se puede comprar la pesca del día y comerla en su restaurante cocinada como más te guste, y probar además su famoso pulpo. A unos cuatro kilómetros, el tiempo se detiene en la pequeña iglesia románica de San Pedro de Redonda. Construida en el siglo XIII con una sola nave, parece una acuarela dibujada en su pradera perfecta y rodeada de bosque. A los pies del crucero que custodia la entrada el cantero grabó la fecha: 1689.

Playa de A Langosteira en Fisterra

Es posible que en Fisterra alguien le diga que su playa de A Langosteira, un arenal salvaje de aguas turquesas, es la mejor de Galicia. Integrado en las dunas de la playa, el hotel ecosostenible Bela Fisterra, que aprovecha la lluvia en sistemas geotermales y cuyo premiado diseño evoca las antiguas conserveras, dedica sus habitaciones a la literatura y el mar, y tiene una destacada actividad cultural en la zona. Al final de la playa, en la vieja fábrica de salazón de la Punta de San Roque, se encuentra el popular restaurante Tira do Cordel –que adoptó este nombre por el cartel que colocaban en la puerta- cuyo plato estrella es la lubina a la brasa. En el Museo da Pesca del Castillo de San Carlos, el marinero y poeta Alexandre Nerium, integrante del Batallón Literario de Costa da Morte, me habla de antiguas artes de redes, de la inteligencia de los pulpos y de una antología que publicará en la editorial Eneida con casi doscientos poetas de todo el mundo que igual que él han sentido a Fisterra en sus versos, desde Chaucer a Montale, Machado, Sylvia Plath o Anne Carson. De la iglesia medieval de Nosa Señora das Areas –que custodia al Santo Cristo da Barba Dourada, objeto de devoción y leyendas- parte un sendero que bordea el monte San Guillermo hasta el faro, donde los peregrinos vienen a celebrar el fin de ruta. Para los viajeros más románticos, el edificio de Marina alberga hoy el exclusivo hotel El Semáforo de Fisterra con solo cinco habitaciones. En lo más alto del cabo, mientras contemplo un horizonte que se incendia al llevarse el sol, pienso que si la tierra acabara aquí no podría tener un fin más perfecto.

En realidad, a la última punta del continente se llega conduciendo hacia el norte por una carretera que atraviesa campos de helecho y bosquecillos hasta el cabo Touriñán, donde por dos veces al año el sol se acuesta el último en Europa. Aquí confluyen las principales corrientes oceánicas, y especies marinas de todo el mundo sobrevuelan el faro en sus rutas migratorias; los amantes de las aves las observan desde un camino que lleva hasta la punta de Moreira por acantilados que los toxos tiñen de amarillo. Antes de llegar a Lourido, la diminuta aldea de Cuño esconde un gran hórreo de piedra con doce pares de pies y tres puertas detrás de una casa abandonada. Dispersos en el prado hay otros cuatro graneros viejos que la maleza ha empezado a abrazar sacando sus dedos por el tejado, formando una estampa melancólica en la que surge de pronto un perro blondo que viene a saludar moviendo el rabo. La carretera asciende luego por el monte O Facho hasta el mirador; allí arriba se dibuja contra el azul del océano, igual que un mapa, el perfil de la costa desde la punta de Buitra hasta el cabo Vilán, con la playa de Lourido y el lomo de arena clara sobre el que duerme Muxía al abrigo del monte Corpiño, y al otro lado brilla la ría de Camariñas bajo este día de sol. Integrado en la ladera sobre la playa de Lourido se ve el Parador de la Costa da Morte: un edificio sostenible de Alfonso Penela en forma de terrazas con cubierta vegetal que se inauguró el pasado mes de junio.

Así contemplada desde el mirador, se diría que Muxía entra al mar a bordo de una gran proa; a babor y estribor todo es agua y no hay tierra para trabajar como en otras localidades de la Costa da Morte. Muxía ha vivido siempre de lo que pesca, por eso aún se usan los secaderos artesanales como el de Os Cascóns o el de A Pedriña que son los únicos que quedan en toda la península, cuyas cabrias he visto en la playa. Antes de dar con un gran caladero que trajo la prosperidad a Muxía en los años 60, casi toda la pesca era congrio y se exportaba ya curado a Castilla, Soria, La Rioja, Cataluña, y también a Aragón, donde es parte de su cultura culinaria. Yo lo pruebo fresco en el restaurante Son de Mar, abierto al paseo marítimo, en el que Belén y su marido Manolo, que es mariscador, me cuentan que han apostado en su carta por este pescado de tradición humilde y lo preparan a la brasa o a la bilbilitana, igual que en Calatayud. Modernos albergues como el Arribada o el hostel Bela Muxía, en cuya azotea han tocado Luar Na Lubre o Amancio Prada, reciben cada año a los peregrinos que vienen hasta el Santuario de Nuestra Señora da Barca, la gran ermita barroca que se alza sobre el acantilado rocoso donde la fuerza del Atlántico ha tallado durante siglos extrañas formaciones como la Pedra de Abalar o la Pedra de Os Cadrís, altares de antiguos ritos celtas que conservan, dicen, sus propiedades mágicas. 

Faro de Muxía

Apenas a tres kilómetros de Muxía se encuentra la iglesia medieval de San Xiao de Moraime, que estuvo unida a un monasterio benedictino del siglo XII y tiene lavadero, palomar y hórreo. Es un recio edificio con contrafuertes y dos campanarios, y conserva el pórtico románico con columnas y esculturas que algunos estudiosos atribuyen al maestro que realizaría después el Pórtico de la Gloria. Cerca de allí, en Os Muiños, el Paseo del Río Negro me lleva de molino en molino hasta la playa por una senda de madera que atraviesa un bosque de cuento. En el vecino pueblo de Ozón, tutelando un campo de labor detrás de la iglesia románica de San Martiño, un enorme hórreo con más de 27 metros de largo sigue en tamaño al de Lira y al de Carnota. Está construido en piedra, como es característico en la zona, su apariencia es más sencilla y descansa igual sobre veintidós pares de pies, pero solo tiene una puerta. Y a poca distancia de allí, entre los restos de un castro que rodea la iglesia barroca de Santiago de Berdeogas y su palomar, se encuentra el Cabazo da Grixa: un hórreo de 24 metros, con 15 pies en un lado y 16 en el otro. Del atrio de la iglesia parte una angosta escalera de caracol hasta el campanario, donde se aprecia la circunferencia del castro medio borrada por la vegetación.

Hacia Cereixo el verde asedia la carretera: eucaliptos, chopos, plátanos, helechos y hortensias gigantes junto a los prados. En algún recodo he visto mujeres con calas en los brazos que habrán ido cogiendo al paso de cualquier sitio. Y en el paseo fluvial de Cereixo, el vértice más estrecho de la ría de Camariñas, es como si la mancha verde se rasgase con una veta intensamente azul. Este puerto tuvo importancia estratégica y comercial; se ve en sus molinos de mareas del siglo XVII, en las sólidas casas de piedra con balcones y en edificios señoriales blasonados como las Torres de Cereixo junto a la iglesia románica de Santiago. El pazo barroco de Vila Purificación, que como las iglesias cobraba el diezmo de cosecha a los aldeanos, posee otro de los grandes hórreos de la Costa da Morte. Su soberbia figura con más de 26 metros de largo destaca en lo alto de la ribera opuesta, dominando el río Grande desde los jardines sobre sus 19 pares de pies. Las dos orillas se reúnen después por el puente medieval de cuatro arcos en Ponte do Porto, cuyo puerto era a finales del XIX el principal distribuidor a Europa y América de la floreciente producción de encajes de toda esta zona.

Azul y verde en Cereixo

Camariñas se baña a la vez en las aguas tranquilas de la ría y en el océano abierto. A esta hora aún sestean los pesqueros y se amontonan las nasas junto a los amarres del puerto, sobrevoladas por gaviotas nerviosas. Aunque es el puerto comercial más importante de Costa da Morte, quizá esta sea la imagen que viene a la mente cuando se dice Camariñas: las manos de una mujer mezclando hilos con los palillos a una velocidad asombrosa. En el paseo marítimo, sentadas en un velador azul ante una tienda de encajes, dos palilleiras de trapo charlan animadamente. El Museo del Encaje reabrió sus puertas al final del paseo en marzo, y se reanudaron también las clases en su escuela. Mientras borda y se ocupa de la entrada, Carmen me cuenta que antes venían solo niñas pero ahora hay chicos que quieren bordar; los alumnos empiezan en torno a los cinco años y a los ocho ya pueden manejar solos los palillos, y crear con el tiempo alguna de estas primorosas piezas. A unos 10 kilómetros de Camariñas se extiende el paraíso natural del cabo Vilán y el Monte Branco con el arenal virgen de la Ensenada de Trece y su duna rampante –la más alta de España-, ricos ecosistemas de especial protección para aves en peligro como la gaviota tridáctila, el cuervo marino o el cormorán moñudo, y la mayor reserva del noroeste español de caramiñas, el arbusto endémico también protegido del que toma su nombre el municipio. Solo con asomarse a los acantilados que desde su torre octogonal de granito rosa vigila el faro de Vilán, se comprende que esta sea costa de naufragios: ahí abajo el océano, con su boca espumante, muerde el litoral y lo mastica dejando rastros de roca oscura, afiladas trampas para las quillas. Hay miles de barcos partidos en estos fondos, como cuentan los paneles del centro de interpretación del faro. Observando antiguas linternas y mecanismos de baliza, leo la historia de grandes tragedias como la del buque Serpent en 1890 con 172 muertos, que el pueblo enterró en el llamado Cementerio de los Ingleses cerca de la Punta do Boi. Y entonces recuerdo lo que ayer me contó Alexandre Nerium en el Museo da Pesca de Fisterre: que los primeros faros de esta costa fueron las mujeres, que encendían hogueras en los riscos soplando caracolas o dando grandes voces para advertir a los pescadores, salvando así sus vidas.

El museo del faro de Vilán

La carretera hacia la playa de Traba cruza un largo valle de maizales y acaba casi a pie de arena, donde solo hay un par furgonetas abiertas, una joven leyendo y tres chicos preparando sus equipos de surf. La laguna de Traba emerge entre las dunas como un enorme charco plateado, y forma con esta playa salvaje de casi tres kilómetros otro valioso ecosistema frecuentado por especies migratorias y aves de marisma como garzas, gallinetas o ánades, que pueden observarse con prismáticos recorriendo una pasarela sobre los juncos sin alterar el equilibrio de este entorno protegido. En medio del valle la iglesia de Santiago de Traba se levanta solitaria entre las huertas, con su alto retablo barroco en la fachada rematado por el campanario, y un atrio donde las lápidas que frota el tiempo resplandecen bajo el sol. La leyenda de esta iglesia habla de una ciudad sumergida en la laguna a la que castigó el apóstol, que monta su caballo de piedra en una hornacina mirando hacia el oeste. Desde el mirador de As Grelas, en Cabanas de Bergantiños, se ve el pulgar de arena que separa las rías de Corme y Laxe del río Allóns, y el Monte Branco al que trepan las dunas móviles de la ensenada. En Cabanas, protegido por una enorme estructura acristalada, exhiben el Dolmen de Dombate, uno de los más sobresalientes monumentos megalíticos de la zona.

Ponteceso tiende su puente a las dos orillas. A pie de ribera está la casa natal de Eduardo Pombal, cuyo poema Os pinos es el himno de Galicia. De aquí parte la ruta Camiño da Ribeira, que discurre junto al Anllóns hasta Corme pasando por la desembocadura y atravesando playas y pinares. Apenas a unos kilómetros, cerca de la iglesia románica de San Martiño de Cores, se asoma al recodo de una calle estrecha el hórreo más alto de Galicia, con ocho metros y medio desde el suelo. Más bien parece una casa alargada porque no tiene patas; se apoya en una doble planta cuadrada donde dormían las gallinas o guardaban aperos. En la fachada, grabada en la piedra bajo la cubierta a dos aguas, destaca la estrella jacobea de ocho puntas. Más al norte, en el cabo Roncudo, los percebeiros se arriesgan cada temporada en las abruptas paredes de los acantilados para surtir a la Festa do Percebe do Roncudo de Ponteceso, que se celebra en la primera quincena de julio. Y en el faro termina la carretera. Desde la última punta rocosa miro el inquietante y hermoso azul del océano de esta costa, cómo se adensa y viene a abrazar con furia las rocas y luego parece que se retira y se tumba tranquilo en el horizonte. Pero siempre se levanta y vuelve, una vez y otra, como si se hubiera olvidado de decirme algo.      

 

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