Fantasmas de la historia





Publicado en El Asombrario y diario Publico.es, 02/06/2021 

Ahí arriba, colgado en la fachada del Centro Cultural Galileo de Madrid, Durero habita la primavera urbana entre brillantes autobuses, árboles verdes en su cuadrilátero de adoquines, pájaros que huyen de motos estrepitosas o gente embozada que va y viene, con la que me cruzo por la acera. Eres tan hermoso, Alberto, le dice mi mente. Desde su escorzo también el pintor me mira y aquí, fuera del contexto del Prado, parece más real que nunca, atravesando elegantemente los siglos con su camisa de organza y su gorro a rayas, con esos inmaculados guantes de cabritilla que aparentan no haber cogido nunca un pincel, con su sedoso cabello de oro y sus veintiséis años recién cumplidos. Me pregunto cómo nos verá Durero desde ese pasado que vivió, cuando pudo imaginar que él mismo iba a ser contemplado en este lienzo por la posteridad. Cuando paso, se queda allí igual que un fantasma junto a su ventana abierta al sereno paisaje de otro tiempo, mientras sobre él se proyecta el espacio de esta calle como una naturaleza perturbada: el paisaje de nuestro mundo distópico y evanescente.  

Esa reproducción del famoso autorretrato de Durero forma parte de la instalación A la vuelta de la esquina con la que el Museo del Prado celebró el Día de los Museos repartiendo algunas reproducciones de sus cuadros que están colgadas por toda la ciudad, y que parecen dialogar con nosotros a través del tiempo. En sus orígenes, el edificio de Villanueva fue concebido como un museo de las ciencias y las artes, adonde se planeaba trasladar el Real Gabinete de Historia Natural situado en la segunda planta del Palacio de Goyeneche en la calle de Alcalá, que por la afluencia de visitantes y la acumulación de piezas se había quedado pequeño. Este gabinete, inaugurado con gran éxito en 1776, era el primer museo que había abierto al público en nuestro país y exhibía fósiles, minerales, animales disecados y vegetales procedentes de la península, América y Filipinas, pero también lienzos de Mengs, Carreño, Murillo o Velázquez, esculturas, bronces, cajas, utensilios o piezas arqueológicas que se mezclaban con aquellas maravillas naturales. Los acontecimientos fueron trastocando los planes y el edificio de Villanueva estuvo durante años vacío y ruinoso, pero al final acabaría alojando la gran pinacoteca que iba a asentar el testimonio de nuestra memoria colectiva sobre las imágenes plasmadas en los lienzos. Sobre las artes, y no sobre las ciencias.

Lo cuenta con cierta melancolía el historiador científico del CSIC Juan Pimentel en su libro Fantasmas de la ciencia española (Marcial Pons), donde explora nuestra precaria tradición científica a través de las sombras y vacíos de algunos episodios históricos y observando las imágenes que nos han dejado. Debemos preguntarnos por la naturaleza de los hechos relatados -dice Pimentel-, por su verosimilitud, su intención y también por las omisiones o las elipsis. Los textos dicen y callan muchas cosas, pero entre lo explícito y lo silenciado hay una “zona de contacto” donde viven la mayoría de los hechos del pasado. Una ‘zona de contacto’. El libro se abre con la escena que recreó Gonzalo Fernández de Oviedo en su Historia General y Natural de las Indias en la que Balboa, sentado en una playa del golfo de San Miguel, espera paciente a que suba la marea para adentrarse en el agua hasta las rodillas y, blandiendo la espada, pronuciar ante sus hombres y los indígenas las palabras con las que tomará posesión del Mar del Sur, en realidad el océano Pacífico que años después surcará Magallanes. Igual que en las miles de secuencias que circulan por nuestras redes, Balboa prepara una artificiosa dramatización –la armadura, los estandartes, el esfuerzo de caminar con el agua por las rodillas blandiendo la espada- que registra aquella tarde el escribano Andrés de Valderrábano para dejar constancia del hecho, y que hoy habría sido grabada con la cámara del móvil para colgarla en Youtube. No hemos cambiado tanto.

Hace unos días recorrí la retrospectiva que bajo el revelador título Llévame a otro mundo  dedica el Museo Reina Sofía a la peculiar obra de Charlotte Johannesson. Las técnicas con las que trabaja esta artista autodidacta de la contracultura sueca, desde los telares a la programación informática, también parecen haberse reunido saltando en el tiempo. Sobre la urdimbre de los tapices de su primera época, que colgaban del techo en una de las salas como extraños estandartes, la iconografía y los mensajes bordados remitían a los acontecimientos o imágenes que forman parte de nuestro bagaje histórico: la guerra de Vietnam, el golpe militar en Chile, el ratón Mickey en I´m no angel, una de sus obras más conocidas. Es curioso que Johannesson empezase su trayectoria artística utilizando la primitiva herramienta de un telar para plasmar la iconografía de su época y también sus alegorías del futuro en composiciones que mezclan mapas, eslóganes publicitarios o políticos, abstracciones, figuras mitológicas o robots. Después empezó a trabajar con ordenadores para crear imágenes electrónicas que decodificaba sobre el papel o la pantalla, línea a línea o pixel a pixel, igual que los hilos en la trama de un tapiz, como vi en los retratos digitales de Dylan, Bowie, Boy George o Ronald Reagan de su serie Faces of the 1980s. Su Autorretrato, una gráfica digital de su rostro cruzado por líneas pixeladas y con un mapamundi en la cabeza que nos mira desde un escorzo similar al de Durero, me pareció la perfecta representación del concepto oscilante que gobierna nuestro cerebro, nuestra vida: tiempo-espacio.

Hoy este espacio de la ciudad irradia una luz de primavera que según dicen es distinta, y mientras camino todo pasa móvil y palpita, y hay voces, señales, ruidos que son la música del tiempo, tic, tac. De pronto me acuerdo de que cuando era niña guardaba los blísteres vacíos de las aspirinas y en cada cavidad transparente ponía un objeto diminuto: una flor, un trébol, una bolita roja, un pedacito de papel plata; luego hacía un hoyo en la arena y lo colocaba con cuidado dejando hacia arriba las pequeñas urnas que mostraban mis tesoros, y volvía a echar la tierra por encima. Me gustaba pensar que muchísimos años después alguien lo desenterraría y encontraría ahí mis cosas favoritas, esa parte de mí atravesando el tiempo que ya pensaba en alguien del futuro.

Como afirma Pimentel en su libro, la historia es una práctica inestable en constante movimiento, pero los hechos encuentran una zona de contacto. “Las cosas y los seres humanos del pasado se han desvanecido, pero han dejado huellas, rastros, imágenes: espectros de su presencia.” Igual que imaginó quizá Durero cuando se retrató en el lienzo, también nosotros seremos observados en un futuro a través de señales inciertas o casuales que tal vez coincidan con otras más lejanas, desde nuestros textos y miles de fotografías, películas y vídeos, desde nuestros selfis. Y dejaremos así un testimonio de nuestro mundo en un frágil soporte de impulsos eléctricos, como fantasmas atravesando el tiempo.

 

 


Comentarios

Entradas populares