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Tríptico El Jardín de las Delicias de El Bosco. Museo del Prado |
Publicado en El Asombrario y diario publico.es, 07/12/2020
Quizá porque hoy es miércoles, o porque es
mediodía, la nueva sala dedicada a El
Bosco en el Museo del Prado está
vacía, pero el año pasado recibía cada día a 7.000 visitantes. El Prado así, casi
sin gente, es un raro privilegio. En el silencio de los pasillos, bajo el tenue
resplandor de focos y claraboyas, flota una melancolía lechosa y algo hipnótica
que me hace dudar de que exista el mundo de ahí fuera y solo esté vivo todo lo
que hay en los cuadros: los reyes, los guerreros y las vírgenes, los dioses y
las ninfas, los caballos, los leones, los pájaros y las serpientes, los ríos,
los árboles. Aquí dentro solo existen los sueños, los temores y dudas, las
obsesiones que atrapó el tiempo en los lienzos, y nosotros solo podemos atravesar
fugazmente la imaginación de los artistas sin comprenderla del todo,
maravillados.
El Museo del Prado acaba de rebasar los
dos siglos desde su inauguración en 1819 y para celebrar su 201 cumpleaños en
noviembre invitó a figuras de la danza como Blanca Li, Carmen Werner,
María Pagés, Dani Pannullo, Antonio Ruz, Mónica Runde, Chevi Muraday, Iratxe Ansa o Daniel Abreu a bailar ante los
cuadros más icónicos de esta Sala de El Bosco. Además, María de la Peña, responsable de prensa de la pinacoteca durante
más de una década, acaba de publicar en la editorial La Fábrica el libro Diez artistas y el Museo del Prado,
donde Eduardo Arroyo, Miquel Barceló,
Rafael Canogar, Alberto García-Alix, Carmen Laffón, Antonio López, Blanca
Muñoz, Soledad Sevilla y Juan Uslé
hablan de su vinculación creativa con el museo y relatan sus primeras visitas. La
mayoría de los artistas recuerda haber visto en su infancia un museo solemne y
frío, siempre medio vacío porque entonces no recibía tanto público, y donde
incluso, como cuenta Canogar, las salas abrían sus ventanas a la contaminación de
la calle.
Yo no recuerdo exactamente la primera vez
que fui al Prado, pero guardaba en mi mente una imagen de salas grises en cuyas
paredes colgaban demasiados cuadros que no sabía si era cierta; la memoria nos
engaña tanto. Para su reapertura en junio, tras el cierre forzado por la
pandemia y bajo el lema #vuelvealPrado, la pinacoteca reunió en la Galería Central y las salas adyacentes 249
de sus obras más representativas en la exposición Reencuentro, donde además hay varios paneles que muestran cómo era el museo
hace años. Allí he visto en esta mañana fotografías que constatan mi frágil evocación
en blanco y negro: los cuadros ordenados en caprichosas cuadrículas llegaban
casi hasta el techo en una sucesión abigarrada cuya contemplación, sala tras
sala, te dejaba exhausta, sin aire.
Pero aquí, en este espacio amplio y remozado,
contra el intenso azul verdoso de las paredes, los cuadros de El Bosco
reverberan de color y de detalles. Podría estar contemplándolos durante horas.
La verdad es que no sé cuánto rato llevo absorta con mi libreta en la mano,
disfrutando de la sala sin nadie, pero debe de ser mucho porque el vigilante
bosteza bajo la mascarilla en su rincón y yo empiezo a sentir hambre. Frente a El
Jardín de las Delicias, descubriendo nuevos detalles, anoto: el hombre pez, los perros rabiosos, unos seres
monstruosos que surgen de los tejados, los frutos gigantes. Anoto: la perspectiva de un paisaje en tonos azules
como una ciudad futurista, las ciudades incendiadas. Anoto también: los lagartos que se comen al guerrero sobre
el filo de un cuchillo, los pájaros que alimentan a los hombres, el crucificado
en el arpa, los unicornios blancos, el carrusel de la orgía. Hay decenas de
seres diminutos suspendidos en movimiento sobre el óleo de la tabla, como figurantes
en un gran plano representando un papel, y cada pequeño rostro que observo tiene
su propia expresividad porque está detenido en el sentimiento concreto con el
que le pensó el pintor: dolor, felicidad, miedo, ansia, ira, burla, abatimiento,
duda. Alguno de esos rostros me observa a mí. Este tríptico es una película, y
en cada centímetro de sus tablas viven los personajes y está sucediendo algo.
En su tiempo El Bosco era el pintor de
moda entre los nobles y, pese la cristiana austeridad de sus costumbres, a Felipe
II le gustaba coleccionar sus cuadros. Gracias a eso el museo conserva seis de
los que han llegado hasta hoy atribuidos al pintor, que apenas son una veintena.
No es difícil imaginar al rey atacado por la gota pasando horas muertas en la
contemplación de estas escenas para aliviar su dolor, observando el goce de
estas figuras diminutas entregadas a la lujuria, al pecado, condenándose al
infierno mientras disfrutan de esa verde pradera con fuentes y estanques
sobrevolada por aves exóticas de plumas iridiscentes, con flores gigantes y
árboles de turgentes frutos rojos como una promesa de felicidad efímera, un
edén fuera del tiempo donde coexiste el bien con el mal en su habitual y enigmático
equilibrio.
Puede que la fascinación que a lo largo de
los siglos ha suscitado la obra de El Bosco provenga de ese inagotable talento escenográfico
y narrativo, y de la perspicacia con la que
comprende a sus personajes, que suelen actuar de forma mezquina o
atolondrada y resultan tan vivos y atemporales, tan parecidos a nosotros. Lubbert, el enfermo de Extracción
de la piedra de la locura, nos mira resignado dejando que el falso médico
con un embudo por sombrero extraiga la flor de la lujuria de lo alto de su
frente, mientras la mujer con el libro en la cabeza se aburre y el fraile
pontifica aferrado a su jarro de cerveza. Nuestras obsesiones crecen como
flores de piedra, y si no se extirpan nos infectan de locura.
Mirando al pobre Lubbert me estoy
acordando de la obsesión de Orson Welles
por El Quijote que relata Agustín Sánchez Vidal en la novela QuijoteWelles, editada por Fórcola, en la que una
periodista se propone escribir su biografía a través de entrevistas y
encuentros con el director, que vive sus horas bajas y es mirado por todos como
un loco. Durante años, ofuscado con Don Quijote, Welles ha ido rodando trozos
de una película sin guion que nadie quiere financiar, y que nadie ha visto. Y
de pronto, a través del cuadro, veo esta sucesión de espejos: la locura de Don
Quijote se refleja en Welles, cuya locura quiere a su vez reflejar en su
película la del hidalgo. Welles admitió siempre la influencia de Goya, un pintor a su vez influido por
el Quijote. “Cuando volví a España en
1951” le dice en un pasaje del libro a la periodista a propósito de su
película Mister Arkadin, “lo
primero que hice fue ir al Museo del Prado y allí había una exposición de sus
grabados. Los murciélagos de los títulos de crédito, que reaparecen en la
decoración del baile suspendidos sobre los asistentes, los tomé de uno de los
más famosos, El sueño de la razón
produce monstruos.”
Hace cuatro años, para conmemorar el quinto
centenario de la muerte de El Bosco, el museo le dedicó una exposición temporal
que superó las 600.000 visitas, todo un récord para la institución. Por eso me
resulta tan extraña, mientras salgo, la perspectiva de la Galería Central con
apenas un puñado de personas aquí y allá que parecen un poco desorientadas; la oferta es inmensa. En esta quietud los cuadros adquieren una fabulosa cualidad
sonora, como si hablasen fuerte entre ellos para poder escucharse de una punta
a otra. Todos gritan y son tan hermosos que no sé a cuál mirar; no sé qué
haríamos ahora, pienso, si no existiera el arte y la literatura, si los museos
tuvieran que cerrarse para siempre. Por fortuna, el Prado se ha preparado para
un tiempo nuevo y como si hubiera despertado de un breve letargo vuelve
distinto pero igual, se diría que más consciente de todo lo guarda dentro y
puede darnos. Así nos gusta pensar que hemos vuelto también nosotros.
MUSEO DEL PRADO
Nueva
Sala del Bosco.
Reencuentro. Hasta
el 28 de febrero.
Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y
artes plásticas en España (1833-1931). Hasta
el 14 de marzo.
El Greco en Illescas. Hasta el 28 de febrero.
El otro tesoro. Los estuches del Denfín. Hasta el 10 de enero.
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