La realidad fragmentada de Lee Friedlander
Lee Friedlander. Nueva York, 1963
Publicado en El Asombrario y diario Publico.es, 09/11/2020
Octubre se marcha destruyendo la ilusión
de tranquilidad en la que el verano nos había ido instalando, esa inocencia con
la que creíamos haber superado los días de la incertidumbre mientras mirábamos
atrás de vez en cuando, no tanto para ver lo que avanzábamos como para vigilar
a qué distancia de nosotros iba quedando la amenaza. Pero la amenaza tiene las
piernas largas, y su sombra viene de nuevo pisándonos los talones. Quizá sea
solo la lluvia o la llegada del frío, pero es como si en el aire del otoño flotara
una bruma de desánimo difícil de respirar, como si unas puertas altas que se
están cerrando nos fuesen separando de la realidad de ahí fuera. Kant decía que
la única manera de penetrar en sí mismo eran sus percepciones, observar el
mundo a su alrededor. Se diría que nosotros, pese a vivir en una realidad tan compleja
y sobreestimulante, solo conseguimos hallarnos cuando algo nos separa de lo que
amuebla nuestros días: los bares, las calles, el tráfico y la gente, las
tiendas, los cines, los parques, los edificios; todo lo que estaba tan cerca
mientras, sumidos en la loca rutina, permanecíamos demasiado lejos como para
percibirlo. Lejos de nosotros mismos.
Pensaba en esto recorriendo la retrospectiva del fotógrafo americano Lee Friedlander que expone la Fundación Mapfre, detenida ante la instantánea que tomó en Madrid en 1964 en la que se ve, al otro lado de un escaparate donde se refleja la calle, el bullicio de una cafetería. Sobreimpresionado en el cristal cruza un taxi con su pesada carrocería de faros picudos, rodando sobre un mostrador de mármol tras el que se agolpan los clientes, que han ido dejando sobre él platos y vasos. Pese a que la fotografía es en blanco y negro, me parecía ver la gruesa raya roja que recorría el costado de los taxis de aquel tiempo, y también me parecía oír el entrechocar de platos y vasos y las charlas animadas flotando en el cielo de la cafetería. Dos mujeres con el mismo peinado están cogiendo algo a la vez, y un hombre alto con traje y corbata se interpone y es como si estableciera una barrera entre ellas y todo lo demás. Entre su mundo y todo lo demás.
Para Lee Friedlander (Aberdeen, Washington, 1934), uno de los fotógrafos más influyentes del siglo XX, captar la realidad con su Leica de 35mm o su Hasselblad de gran formato no consiste en fotografiar instantes precisos sino en encuadrarlos buscando un sentido artístico a su trascendencia. En sus imágenes las ciudades se descomponen en elementos que guardan una extraña simetría, como en la emblemática Alburquerque, Nuevo México (1972), donde solo un perro espera ante el semáforo en un cruce de calles vacías y las líneas de postes, edificios y coches se ordenan conforme a una cuadrícula inexistente. O en Nueva York (1963), donde la realidad se quiebra y se multiplica entre las sombras y reflejos de una puerta giratoria, por la que entra un hombre con sombrero y sale una mujer ensimismada con un vestido oscuro y un bolso blanco. Friedlander documenta un mundo formado por realidades superpuestas como capas, que a veces se disgregan sobre el cristal de un escaparate, o que se mezclan confundidas en el mismo plano componiendo un rompecabezas disparatado y simbólico delante mismo de nuestros ojos. Así ocurre en su serie The American Monument, donde el fotógrafo recorre monumentos y estatuas que se diluyen en su entorno cotidiano despojados de toda grandilocuencia.
La inteligencia fotográfica de Friedlander
parece cuestionarlo todo en su manera de mirar el mundo con naturalidad y
expectación, como si siempre estuviera descubriéndolo por primera vez. También hay
cierta ingenuidad en el modo de mirarse a sí mismo, como reflejaba la serie de
autorretratos exhibidos en una de las salas, que reunió para el libro Self
Portrait de 1970 reeditado a lo largo de los años con posteriores
añadidos. En ellos el fotógrafo se enfrenta a su propio objetivo con una
honestidad conmovedora, atravesado por el tiempo y los lugares, ya sea a través
de un espejo o desde la cama de un hospital. Friedlander aparece además en
algunos autorretratos fortuitos, reflejado en un escaparate mientras dispara su
cámara, enfocando su sombra proyectada sobre el terreno pedregoso del Cañón
de Chelly, Arizona, o recortada sobre el retrato más hermoso que hizo a
su mujer Maria DePaoli, medio desnuda, recostada contra la pared de la
habitación de un hotel en Las Vegas junto a la cama revuelta, y enmarcada por
un paño de luz intensa.
Friedlander comenzó su carrera haciendo portadas para las discográficas Atlantis Records, RCA y Columbia Records. En la primera sala de la exposición se mostraban los retratos que hizo a grandes iconos del jazz como John Coltrane, Miles Davis o Duke Ellington. Después empezó observar todo lo que palpitaba a su alrededor y su fotografía adquirió una textura de collage similar a la música de jazz: piezas aparentemente inconexas que forman su propio universo indisoluble, observadas a pie de calle, a través de un cristal o desde la ventanilla de un coche. Un poco como la realidad que vivimos y tratamos cada día de desentrañar, igual de confusa, imprevista y fragmentada.
Fundación Mapfre, Madrid
Hasta
el 10 de enero de 2021
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