Soria, festín románico



Iglesia de San Miguel Arcángel en Andaluz (Foto: Ana Esteban)



Publicado en El Viajero de El País,  4/9/2020


Cualquier viajero apasionado sabe que a los sitios hermosos donde alguna vez estuvo hay muchas formas de volver. A la ermita románica de San Baudelio, en Casillas de Berlanga (Soria), viaja mi imaginación de vez en cuando. Apartada del pueblo, la ermita domina desde un alto las tierras de frontera junto a la vega del Duero, que cuando fui estaban vestidas de ocre y verde, salpicadas de amapolas y flores amarillas. Se cree que su austera construcción cuadrangular es lo que queda de un monasterio del siglo XI adosado a una gruta que fue lugar de culto. Ese aspecto humilde, sin ninguna decoración o relieve en la mampostería, no hace presagiar lo que contemplas al traspasar el arco mozárabe de su puerta: una pequeña nave columnada que recuerda una mezquita, muros con policromías y un gran pilar central que sostiene el ábside y se ramifica en ocho arcos de herradura, igual que una gran palmera. Pese a haber sido objeto de estudio durante años, todo en San Baudelio es misterioso, decía Ana, la funcionaria que abría el acceso la mañana que la visité: quién proyectó su complicada estructura, a quién se veneraba en la gruta, qué utilidad tenía su capilla elevada de aire musulmán, o qué mensajes oculta su rica iconografía de bestiarios y escenas bíblicas, visible u oculta según se colocara el oficiante. En el exterior, tras el ábside, se podían ver las excavaciones arqueológicas que el siglo pasado sacaron a la luz una necrópolis medieval con una treintena de tumbas.

A San Baudelio la llaman la capilla Sixtina del románico español; sus murales son los más importantes y antiguos de nuestro país, junto con los de la iglesia de la Vera Cruz en Maderuelo y la ermita de San Miguel en la cercana Gormaz, y los expertos dicen que los tres provienen del mismo taller. Hasta el siglo pasado sus frescos –de los que hoy solo quedan fragmentos restaurados- permanecieron casi intactos cubriendo por entero paredes y bóvedas; no sé qué sentirían los feligreses, pensé aquel día, al recogerse en un lugar así. Pero en 1922 fueron arrancados y vendidos a un anticuario cuya transacción los repartió por diversos museos norteamericanos, y en los años cincuenta el Metropolitan de Nueva York cedió seis de sus escenas al Museo del Prado, donde al menos pueden volver a admirarse completas.

Los campos de la extremadura soriana, atravesada por la Ruta del Cid y el Camino de Santiago, fueron escenario de grandes batallas entre los reinos cristianos y musulmanes. En un perfecto itinerario de fin de semana, murallas o torreones surgen de pronto en los cerros tras las curvas de tranquilas carreteras, entre cielos limpios y silencio. Conjuntos defensivos como el de Berlanga de Duero o el castillo de Caracena, que recorta su imponente figura sobre el cañón del río, o la extraordinaria fortaleza califal del siglo X en Gormaz, donde fue alcaide el Cid tras reconquistarla. Es la más grande de Europa y a sus pies la ermita de San Miguel, con su construcción recia y su sencilla espadaña, parecía diminuta. En la ruta hay aldeas dormidas con iglesias y ermitas donde admirar la arrebatadora belleza del románico soriano, que gracias a la condición fronteriza del territorio sumó innovaciones constructivas como sus galerías porticadas y elementos artísticos de influencia francesa, aragonesa y musulmana. En Andaluz, a unos kilómetros de Casillas de Berlanga, la iglesia de San Miguel Arcángel se construyó en una sola nave y hasta el siglo XVIII sufrió ampliaciones que demolieron su primitivo ábside, pero queda casi intacta su espectacular galería añadida en el siglo XIII. En su portada, bajo el relieve de un león y medio borrado por el tiempo, aún se distinguía el año, 1114, junto al nombre del cantero. Me acuerdo de sus preciosos capiteles rameados y de su torre robusta, y del pequeño cementerio que había adosado a su espalda; desde allí se abrían los campos donde brotaba el cereal y habían florecido los almendros.

La primera construcción románica en añadir la galería porticada que copiarían luego los alarifes en muchos de los templos de Soria, Segovia y Burgos, fue la de San Miguel en San Esteban de Gormaz, que conserva sus trazas del siglo XI. En sus capiteles de influencia árabe observé extraños animales, guerreros y bailarinas, y en el canecillo de la puerta un monje sostenía un libro abierto con el nombre del cantero y la fecha grabada: 1081. En 2009 se recuperó en sus muros el primitivo revoco pintado con figuras humanas, animales, estrellas y misteriosos grafitis con fechas y símbolos, y las excavaciones hallaron además una gran necrópolis y los silos islámicos sobre los que asienta. Más allá de la iglesia, un lagar comunal muestra la elaboración tradicional del vino, y un sendero sube hasta la muralla musulmana, de la que solo quedan algunos lienzos casi derruidos. Se puede descender luego por el cerro del castillo entre las más de trescientas bodegas que los lugareños han excavado en la roca. Desde sus miradores, entre la amalgama de tejados ocres, se divisaba la espadaña de la otra joya románica de San Esteban: Nuestra Señora del Rivero, y al otro lado el puente de dieciséis ojos cortando en dos la cinta azul del Duero, y la llanura soriana dilatándose en un verde vivo.

En torno a San Esteban de Gormaz hay pequeñas poblaciones con más maravillas románicas. A pocos kilómetros, Rejas de San Esteban tiene también lagares y bodegas subterráneas, y dos bellas iglesias porticadas: la de San Ginés, que se restauró en el XVIII pero conserva su portada y la galería, y la de San Martín, que se veía primorosamente remozada mostrando su aspecto original del siglo XII. Vigilada por las severas ruinas de un castillo templario, Nuestra Señora de la Asunción en Castillejo de Robledo narra en sus coloridos frescos tardogóticos el episodio de la Afrenta de Corpes del Cantar de mío Cid, y sus canecillos están tallados con sugerentes escenas eróticas. Vi más figuras retozando en los canecillos de la iglesia de San Martín, en la apacible aldea de Miño de San Esteban. También vuelvo a veces con la mente a su pequeña plaza, donde había una fuente y un cerezo florecido, y solo se oía el canto de los pájaros.


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