El Madrid vibrante de Galdós
El Rastro, 2019 |
Hoy es martes. Mañana será miércoles pero parecerá otra vez martes, o jueves, da igual. Abril no ha dejado de cumplir su tópico y casi cada día nos fue dejando el agua: lloraba. Hemos visto pasar el mes desde la ventana como si lo hubieran robado, dejándonos una réplica mala y desvaída al otro lado del cristal. Pero ya viene mayo, y el sol, y quién sabe. Yo leo –releo- a Galdós, del que celebramos este año el centenario de su muerte, para la sesión de un club de lectura. Será una tertulia virtual, porque así es todo ahora. A veces creo que nos hemos acostumbrado demasiado rápido y sin resistencia a este nuevo contexto breve donde nos encontramos unos con otros, a nuestro nuevo estado bidimensional en el que al menos hemos regresado a las palabras para decirnos cosas, y decir vuelve a ser más importante que mirar.
A lo mejor, sumidos en nuestra antigua rutina de gestos, notificaciones y emoticonos, donde la vida transcurría tan compacta y veloz que todo era sobreentendido, nos habíamos olvidado del poder de las palabras. Somos la privilegiada civilización de las imágenes, pero ya no sabemos expresar muchas cosas sin acudir a ellas. Pienso esto leyendo a Galdós porque sus minuciosos escenarios me trasladan a sitios de Madrid que ahora estarán vacíos y añoro tanto: la calle Toledo con sus tiendas antiguas, que cuando pasaba Fortunata bullía de puestos donde voceaban el género los fruteros y las pescaderas, la Puerta del Sol, la calle de la Magdalena, la plaza del Ángel o el barrio de Chamberí, donde cerca del depósito de aguas habitó Tristana acogida por don Lope, que “vivía en un lugar tan excéntrico por la sola razón de la baratura de las casas, que aun con la gabela del tranvía salen por muy poco en aquella zona, amén del despejo, de la ventilación y de los horizontes risueños que allí se disfrutan”. Eran otros tiempos.
Galdós llegó a Madrid con diecinueve años para estudiar leyes en la Universidad Central de la calle San Bernardo, pero pronto empezó a colaborar con los diarios madrileños escribiendo artículos en los que plasmaba el bullicioso día a día de la capital, influido por el costumbrismo que unos años antes Mariano José de Larra había llevado en sus crónicas a la máxima expresión. Su obsesión por contar la vida con los detalles de lo real, y la observación de la actualidad y la Historia, concurren en las obras de Galdós en unas escenas tan auténticas como si nos pasease por allí cámara en mano: las fachadas, las farolas de gas, los adoquines y los carros que pasan, los obreros y mujeres con pañuelo que charlan en el mercado, mendigos en los escalones de la iglesia, música de organillo y los burgueses tomando chocolate o comprando en la Plaza Mayor figuras para el belén. Quizá su carácter de cronista impregna en exceso a esos narradores tan campechanos que a ratos le dan un codazo cómplice al lector para aclararle algo. Pero las novelas de Galdós son fabulosos cuadros tridimensionales; todo en ellas es movimiento y color, y la compleja humanidad de sus personajes atraviesa un tiempo vibrante, una ciudad donde todo vuelve a suceder página a página cada vez que abres uno de sus libros.
Madrid estará para siempre cartografiada en las palabras del novelista, pero también del periodista Galdós. Sus primeros artículos se han reunido en el volumen Crónica de Madrid que Ediciones Ulises publicó el pasado mes de febrero. Se diría que a lo largo de su vida el escritor canario hizo suya la ciudad entera: en su primera pensión de la calle Fuentes, en el Ateneo, en los teatros; en los cafés de las tertulias como La Fontana de Oro que dio nombre a su primera novela, o en el Suizo, el Fornos o el Universal, que como tantos otros ya no existen; en los restaurantes Botín y Lhardy, que aparecen en sus novelas; en iglesias como San Ginés o Nuestra Señora de Maravillas, donde se citaba con Emilia Pardo Bazán; en el barrio de Salamanca donde habitó en sus mejores años, o en el de Argüelles, donde murió ciego, inválido y empobrecido. Sentado en el monumento blanco de El Retiro que se construyó por suscripción popular en 1919, con la manta cubriéndole las piernas y el semblante adusto, Galdós habrá dormido este abril en un parque extrañamente vacío y silencioso, mientras campaban por allí felices las ardillas, los gorriones, urracas y palomas, los topillos y los ratones. Hasta las ratas o las hormigas habrán cruzado por los caminos sin miedo a ser pisadas.
Qué extrañas estos días las imágenes mudas de los animales que dejaban el monte y los bosques para adueñarse de las grandes ciudades, mientras en madrigueras de cemento nosotros soñábamos con correr y trotar, con tener alas, lanzando anhelantes palabras de balcón a balcón, hablando cada tarde a esas caras que se asoman a nuestras pantallas planas. Con tanta lluvia y sin coches se ha ido limpiando el aire en nuestras calles, pero pese a la incertidumbre y el dolor por los enfermos y los muertos, algunos escupían palabras venenosas y llenaban de inmundicias la atmósfera virtual.
“Cae una palabra de los labios de un perorador en un pequeño círculo, y un gran pueblo, ansioso de palabras, la recoge, la pasa de boca en boca, y con la rapidez del golpe eléctrico, un crecido número de máquinas vivientes la repite y la consagra, las más veces sin entenderla, y siempre sin calcular que una palabra sola es, a veces, palanca suficiente a levantar la muchedumbre, inflamar los ánimos y causar en las cosas una revolución.” Esto decía Larra, el ilustrado romántico que se suicidó a los 27 años, en un artículo de 1833 donde lamenta la pereza y el atraso de sus conciudadanos, que en vez de racionalizar por sí mismos los hechos, se aferraban al vocabulario político que halaga las pasiones de los partidos, a las muletillas populares que envenenaban un país en plena transición a punto de sufrir la trágica epidemia de cólera en 1834. Unos años después, Galdós reflejaría en sus crónicas los nuevos brotes de contagio masivo que, primero en 1865 y después en 1885, iban a devastar España como ahora. Parece que las palabras de Larra fuesen de ayer mismo, y parece que el tiempo fuese un bucle y al traspasarnos no cambiásemos en nada.
¿Cómo volverá a ser todo, cuando por fin salgamos de esto? Hoy leo –releo- a Galdós y aunque veo aquella época, sus palabras me llevan a la gente y las calles de Madrid, que son las de siempre y estarán ya oliendo a primavera y a sol, esperándonos. Que sí, que algo terrible nos robó el mes de abril, pero mayo trae un aire más transparente; solo tendremos que salir y respirarlo, observando cómo entra y cómo llena esa caja donde tenemos el corazón. Mientras, podríamos disponer con cuidado en nuestra mente el orden de las palabras con las contaremos que ahora, después de tantos días y de todo lo que ha pasado, empezaremos a ser otros.
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