Otra vida en casa






Publicado en El Asombrario y diario Publico.es, 29/03/2020


Puede que lo más irreal de estos días sea el silencio que se ha adueñado de nuestras calles. El ruido, ¿quién se acuerda? Bocinazos y motores rugiendo, una conversación en el autobús, los gritos de los niños a la hora del recreo, el barullo en los parques, nuestra propia voz saludando al panadero, a algún vecino. Las risas. Hace un rato me asomé a la ventana y oí cómo alguien silbaba una melodía. Sobre los edificios callados la mañana se esponjaba en nubes radiantes y apretadas como las que decoran los cielos de algunas películas viejas, y esa música silbada desde un patio parecía anunciar la primera secuencia, cuando tras los créditos vemos a los personajes aún felices viviendo su vida de siempre, antes de que les pasen cosas. La alegría es así de inoportuna, y aparece por sorpresa en los planos donde no le toca. 

Es curioso que ahora que estamos confinados en casa añoremos de pronto a personas que nunca teníamos tiempo de ver, o sitios que estaban al alcance y cuya visita estábamos dejando para cualquier otra ocasión. Sitios y personas, nuestra vida en la ciudad se reduce a eso. A ratos nos reímos con la última tontería que nos envían desde algún chat pero luego las noticias incesantes lo asfixian todo, y al caer la tarde nos acordamos de regar las plantas o acariciar al perro o al gato, o cogemos el teléfono para llamar a los padres, a los hijos, a los amigos, procurando apretar el corazón para que la voz no tiemble. Aunque trabajamos en casa, o justamente por eso, es difícil concentrarse en nada. En los ratos muertos paseamos la mirada por nuestras paredes, y en sus lienzos proyectamos trozos de memoria grandes y pequeños, secuencias borrosas de infancia, o de hace veinte años, o de hace apenas un par de semanas. Éstas, tan recientes, nos parecen estos días las más extrañas y es como si nos costara reconocernos en ellas, como si el protagonista se pareciese mucho a nosotros, pero sin serlo. Ahora habitamos esta distopía y quizá todo lo demás, los sitios y las personas de antes, ya no nos parecen tan reales. Vivimos aislados pero cuesta mucho abstraerse de lo que ocurre, del presentimiento de lo que aún podría ocurrir. Cuesta hacer cuentas o responder el correo electrónico, o atender asuntos de la oficina, o concentrarse en leer o atender a lo que te dicen tus hijos, tu pareja. A mí estos días me cuesta escribir, incluso esta crónica. 

Philip Roth dijo en una entrevista que uno no puede escribir cuando los recuerdos lo abandonan. Lo cuenta Theodor Kallifatides en Otra vida por vivir, el libro que leí en ese pretérito raro, justo antes de que empezara todo esto. En apenas ciento cincuenta páginas el autor griego narra su largo bloqueo creativo de hace unos años en plena crisis económica, mientras Grecia agoniza sola y Europa naufraga en tácticas financieras. Kallifatides, que vive en Suecia desde hace muchos años, se siente envejecer en un mundo que le resulta ajeno, donde todo se compra y se vende, donde sus compatriotas son señalados como haraganes y ladrones mientras en Suecia se impone la privatización del sistema público, la desigualdad y la ultraderecha. Comienza cuestionarse su vida entregada a la escritura, y se lamenta de la inmediatez de este tiempo que vivimos donde todo es tan fugaz e instantáneo. “La eternidad ya no está de moda”, dice. Kallifatides vuelve a Atenas, pero encuentra a la ciudad que cimentó una civilización sumida en la suciedad y la pobreza, y los recuerdos de su vida en ella se han transformado en viejas fotografías que, por más que lo intenta, no le hacen sentir nada. Y es que cuando el presente es oscuro y nos atenaza, nuestra memoria se convierte en esa película irreal cuyas escenas de cielos luminosos parecen decorar la vida de otro. 

Todo lo que se escribe, incluso la ficción, está impregnado de memoria. Lo que no se cuenta no ha existido. Todos somos un relato inacabado que no sabemos si alguien, cuando ya no estemos, contará. Pero hay que hallar un lenguaje exacto para hablar del transcurso del tiempo, de las personas y los sitios que cruzamos, de nosotros mismos. Kallifatides, que hasta ahora había escrito toda su obra en sueco, supera el bloqueo cuando vuelve a su ciudad y entre los escombros de Grecia, brotando aún en los pliegues de su memoria, recupera su lengua: “Cuando sabes lo que quieres decir, puedes decirlo en todas las lenguas que conoces. También puedes guardar silencio en todas las lenguas que conoces. Pero cuando no tienes nada que decir, lo dices mejor en tu lengua materna.

El pasado otoño planté en mi terraza un jazmín de Virginia. Es una trepadora que florece en racimos de trompetillas anaranjadas, como la que crecía cuando era niña en el jardín del hotel de mis abuelos, abrazada a la parra que sombreaba las mesitas con manteles verdes y blancos junto al invernadero. Mi infancia transcurrió en ese hotel modesto de la sierra madrileña, subiendo y bajando sus escaleras, corriendo con mi hermana por sus pasillos entarimados entre camareras, cocineros y botones, girando el expositor de postales ilustradas con toreros y mujeres con trajes regionales, escuchando a mi abuela contar historias mientras daba vueltas a las sábanas con un palo en un barreño con agua de añil. 

Hace unos años me pidieron un artículo para la revista de una cadena de hoteles y en el texto hablé de sus viejas puertas esmaltadas con capas de pintura y de las pesadas llaves que las abrían, de los ojos del carbón encendido en los fogones de la cocina, de las perillas con timbre en los cabeceros de las camas, que en cada llamada hacían aparecer los números de las habitaciones en ese cuadro de madera con ventanitas que cuelga hoy en una pared de mi casa. Lo titulé Hotel memoria, y lo pensé como homenaje a esos establecimientos vetustos y familiares que aún se resisten a desaparecer. Pero un tiempo después, releyendo el artículo, me di cuenta de que todo eso que había descrito solo hablaba en realidad de mi abuela, porque ella era ese sitio y todas esas cosas, la médula de ese hotel y de mi vida de entonces.

Durante años he deseado tener un jazmín de Virginia como el de aquel jardín de mi infancia y lo encontré casualmente hace unos meses en el rincón de un vivero. Coloqué la maceta en la pared soleada de mi terraza y en estas semanas no he dejado de observarlo temiendo que durante el invierno hubiese muerto, porque en sus ramas desnudas no había aparecido ni un solo signo de vida. Pero esta mañana he descubierto un par de yemas tímidas que están a punto de romper; la primavera hace su trabajo ahí fuera y no le importa que nosotros estemos encerrados en casa. Y en estos días algo angustiosos, cuando el silencio de las calles borra todas las palabras, me gusta pensar que simboliza lo que florecerá en nosotros cuando pase todo esto, y que este tiempo nos está enseñando palabras nuevas con las que contaremos algún día lo que estamos viviendo. “La escritura está, sí, dentro de nuestra cabeza, pero también alrededor de nosotros, en las paredes y en los muebles, en el olor a café, en la luz de la lámpara. En días benditos todo es escritura, y en días malditos nada lo es”, dice Kallifatides. 

La primavera sigue su curso y en el silencio de las calles se oye silbar a los pájaros. Pronto brotarán más yemas en mi trepadora, y de su frágil tronco colgarán las hojas verdes y los racimos con trompetillas de un intenso naranja. Y observando cómo se abren paso en las ramas leñosas me acordaré de ese hotel de mi infancia, y de mi abuela. Después de todo, quizá el encierro de estos días nos libere de nuestro vano mundo instantáneo para volver a anclarnos a todo lo que permanece, que es lo que de verdad importa.


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