El poder del circo


"Gravitación", por el grupo malabarista Sherbakov (foto A. Esteban)



Publicado en El Asombrario y público.es, 25/02/2020


Hay una especie de bruma dorada que flota por todas partes. La percibes enseguida, al internarte en esos pasillos angostos de lona que son un poco claustrofóbicos. Y observas la predisposición emocional de las personas con niños que circulan por las galerías aferradas a sus cubos de palomitas, y la tensión en los acomodadores con librea que tratan de dirigirnos con presteza a los accesos correspondientes. En un momento dado, el túnel se abre y ya estás en el estallido de luces multicolores bajo el cielo de la fabulosa carpa azul. Tras sentarte en la grada, la orquesta arranca una melodía alegre y poderosa que acompaña el desfile de los artistas con sus banderas hasta la pista central al ritmo de las palmas, y desde allí el director da la bienvenida con su elegante chaqué rojo enumerando las maravillas que vas a presenciar. Y luego todos se van, y la función empieza así: con las dos muchachas suspendidas de una larga tela roja, columpiándose muy alto sobre nuestras cabezas, mecidas por la música. Las dos llevan el mismo vestido breve y vaporoso de color violeta, el pelo recogido en una gruesa trenza, y en su perfecta conexión parecen una sola persona o un ángel que se hubiera desdoblado en dos. Se miran sonrientes mientras giran y se abrazan, mientras danzan por el aire cogidas de las manos, perseguidas por el halo de los potentes proyectores que irradian una luz rosada. Luego entrelazan sus piernas y resbalan hasta quedar prendidas apenas de los tobillos, de manera que una de las dos planea sobre nosotros colgada boca abajo de un solo pie, y con sus brazos extendidos parece que nos abraza. Y entonces, toda esa respiración que desde hace rato conteníamos fascinados y expectantes, y que nos oprimía tanto el pecho, estalla en una ovación, y el estruendo de aplausos se sobrepone al redoble de la orquesta acompañándolas en su descenso hasta el suelo. 

Con este espectáculo titulado Red Sails, que obtuvo el Premio Especial del Jurado, el dúo de tela acrobática Mikhailova abrió en Gerona el 9º Festival Internacional del Circo Elefante de Oro, el mayor evento circense de España y uno de los cinco mejores festivales del mundo. Más de 33.000 espectadores contemplaron las 24 atracciones inéditas que competían en las dos semifinales del festival, con la actuación de 84 artistas provenientes de Rusia, China, Ucrania, Bielorrusia, México, Argentina, Cuba y Kazajistán. Durante el festival, un jurado compuesto por directores de importantes circos europeos iba puntuando las actuaciones, y en la gala final del día 18 decidió los premios principales del evento. 

Este año el festival conmemoraba la llegada a nuestro país de la primera compañía rusa hace 50 años. La perfección técnica del circo soviético tuvo una influencia notable en los circos europeos y en países comunistas como Vietnam o China, y su entrada a España estuvo prohibida hasta los años 70. La cultura de este antiguo espectáculo está tan arraigada en Rusia –gracias en parte a la nacionalización de sus grandes compañías tras la revolución bolchevique- que la mayoría de las grandes ciudades tienen su propio circo permanente y escuelas de especialización en las diferentes disciplinas. Los diez números rusos que participaron en el festival poseían una gran carga dramática, como el dúo de acróbatas de plancha coreana Jump’n’Roll que obtuvo el Elefante de Plata, cuya coreografía simulaba una reyerta entre ambos; o el musculoso portor coreano Ruslan Sementsov con su maquillaje y estética de cómic futurista, que ganó el Premio de la Crítica lanzando a su pareja por el aire como si fuese un papel. Y sobre todo la pareja de acróbatas Ekaterina Zapashnaia y Konstantin Rastegaev que protagonizaba el cartel de esta edición, con su número de cintas aéreas Closing Eyes: una danza de seducción erótica con final feliz, cuya escenografía kitch incluía una enorme cama blanca en forma de tarta nupcial. Este espectáculo, que ya arrasó en el Festival IDOL de Moscú en 2018, se alzó en este festival de Gerona con un Elefante de Oro y el Premio del Público

El otro Elefante de Oro fue para el estadounidense Wesley Williams, que recorrió la pista pedaleando en un monociclo de 8,5 metros de altura, el más alto del mundo. El joven contorsionista mexicano David Meraz, que en otros festivales se ha caracterizado como la niña de la película El exorcista, estremeció al público en su asiento retorciendo y doblando todo su cuerpo como gelatina, hasta el límite de lo imposible. Los artistas chinos llenaban toda la pista con sus vistosas coreografías perfectamente sincronizadas, como las encantadoras ciclistas –algunas casi niñas- del Yinchuan Acrobatic Group, o los saltadores de aros del Anhui Acrobatic Troupe, que realizaron además otro número acrobático con bancos de madera ambientado en la antigua China, al que el jurado otorgó un Elefante de Plata.

Es curiosa esa empatía tan inmediata que el público siente hacia los artistas del circo, no solo celebrando su arrojo al conseguir un reto o superar el peligro durante el espectáculo, sino aplaudiendo también cuando el número falla, para que el artista no dude de su apoyo incondicional. En el silencio de la carpa se oyen suspiros, exclamaciones ahogadas como si en los momentos álgidos a todos nos faltase el aire. Los artistas saben que el público está con ellos y saben utilizarlo para elevar la tensión, como cuando el malabarista mexicano Luis Gerardo Cuevas dejaba caer por dos veces uno de los aros que lanzaba al aire, y después simulaba acertar en el tercer intento haciendo estallar el redoble de la orquesta y el griterío de alivio en las gradas. O cuando en los entreactos, para delirio de los niños, la payasa rusa Oksana Awkward hacía burla a los asistentes de pista sin saber que todo el tiempo los había tenido detrás. 

Quizá ningún otro espectáculo pueda suscitar las complejas emociones que nos provoca el circo: el espléndido placer de su variedad y esa fascinación que te convence de lo increíble, porque lo más increíble todavía vuelve a suceder en cada atracción, una vez y otra. En la pista todo es físico, y lo prodigioso es real porque sucede ahí mismo, ante tus ojos. Hacía muchos años que no iba al circo, y mientras asistía a las representaciones del festival me acordaba de las grandes carpas con bandas rojas de mi infancia que se levantaban cada año en las explanadas de los extrarradios, de los carteles ilustrados con la cara blanca de un payaso riéndose a carcajadas, orlado de caballos y enormes elefantes, de tigres y leones con sus terribles fauces abiertas sobre los rótulos de letras amarillas: el Circo Mundial, el Americano, el Ruso, el Gran Circo Price. Me acordaba de cómo me inquietaba aquella película que pasaban a veces por la tele en la que Burt Lancaster se caía del trapecio, y de aquella otra con Ana Belén que era una niña un poco triste y se hacía amiga de un payaso. Como muchos niños de mi generación, yo también quise escaparme entonces con un circo y llevar una vida aventurera, viajando como ellos hasta sitios remotos en alguna de esas caravanas de colores; ese tópico. Aunque también recuerdo la tristeza de ver alguna en un desguace de carretera entre los esqueletos de coches inservibles, con las ruedas pinchadas y las letras casi borradas, oxidándose como se oxida la memoria. Es cierto que el circo nos hace regresar a la infancia y nos devuelve la capacidad para asombrarnos que habíamos perdido. Porque mientras la función dura, su poder fabuloso nos entrega, intacta, toda aquella inocencia. 


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