Cómo ser ángel


Self-deceit #1, Rome, Italy. © Courtesy Charles Woodman, The Estate of Francesca Woodman



Publicado en El Asombrario y diario Público.es,  09/12/2019 


Nadie diría, observando el autorretrato de 1976 en Providence, Rhode Island, que la muchacha desnuda que nos mira atenta desde la fotografía, sentada en una silla, va a arrojarse por su ventana del Lower East de Manhattan cinco años después. Parece imposible porque todo en ella desprende un luminoso candor: ese mechón ondulado de su pelo que cae del peinado, los ojos limpios y confiados, las manos entre las piernas y la posición de los pies, que se miran el uno al otro enfundados en esos zapatos tan infantiles. Está sola en una habitación desvencijada, y sobre la tarima embadurnada de un polvo harinoso se recorta una silueta negra que parece el dibujo de un cadáver, pero que solo es el hueco de su propio cuerpo. La fotógrafa suicida, así llaman los titulares de prensa a la artista Francesca Woodman (Denver, 1958 – Nueva York, 1981) cada vez que se expone su obra. Esta muestra de la Fundación Canal reúne 102 fotografías y seis cortometrajes bajo el título de una de sus series más conocidas: Ser un ángel / On being an angel. 

A quien viera su trabajo por primera vez, le llamaría la atención la representación obsesiva de Francesca, porque en casi todas las fotografías aparece ella. Y en algunas incluso desaparece: en una alacena, detrás de la chimenea o cubriéndose con el papel que se desprende de la pared, o barrida por la obturación larga en pleno salto junto a una ventana, dentro de una urna o tras una esquina. Escapándose de la realidad por el borde mismo del encuadre. Desvaneciéndose para volver a observarse, o para buscarse incansablemente. Hay seis imágenes de pequeño formato donde la fotógrafa se sirve de un espejo roto para su danza del autoconocimiento. Es la serie llamada “Autoengaño”, en cuya foto más icónica surge cautelosa tras la esquina de una habitación en ruinas, reptando por el suelo como un hermoso animal que descubre con fascinación y extrañeza su fantasma en el espejo. 

Francesca Woodman realizó estas fotografías en 1977 durante su estancia en Roma en un programa de intercambio. Allí, en un edificio abandonado, comenzó a desarrollar estas series de ángeles mediante esas escenografías tan características de su obra que parecen detenidas en el tiempo: paredes desconchadas, escombros y polvo, papeles que se rasgan, naturalezas muertas, velos, espejos, y sobre todo su propio cuerpo, a través del que ella misma se muestra o se oculta componiendo cautivadoras alegorías visuales. La artista ya había pasado los veranos de su infancia en Antella, un pueblo de la campiña toscana cerca de Florencia, con su familia: su padre George, pintor; su madre Betty, escultora; y su hermano Charles, que es videoartista. La influencia italiana está presente en los elementos clasicistas de muchas de sus fotografías y en ciertas composiciones donde su cuerpo adquiere una textura escultórica. Son imágenes impregnadas de una profunda melancolía, que desfiguran el plano y las referencias pictóricas para entrar en una realidad que no es física sino emocional, donde todo parece estar cuidadosamente dispuesto para revelarnos algo. Igual que las palabras de un poema. 

En esos años 70 los movimientos feministas abordaban la larga lucha –aún inacabada- por la reapropiación del cuerpo femenino y su visibilidad sexual. La expresión de esa inquietud impregna con rabia la obra de artistas conceptuales como Suzanne Lacy, Ana Mendieta –que también murió al caer de una ventana, pero empujada por su marido- o Cindy Sherman, que suele citar a Francesca Woodman como una fuente de inspiración y que a menudo es comparada con ella. Pero mientras que Sherman se disfraza en sus fotos para indagar el papel de la mujer en la sociedad, Francesca Woodman escarba mucho más profundo, persiguiendo el significado de su condición de mujer a través de un tiempo inconcreto o más bien sin tiempo, en el origen mismo de esa circunstancia que la determina como persona. Sus composiciones no son autorretratos donde adopta diferentes papeles como Sherman, sino que en sus imágenes casi podemos atravesar su cuerpo y percibir el método obsesivo con el que lleva a cabo la búsqueda de su feminidad: el de una desnudez total, por dentro y por fuera, que está anhelando además la propia desaparición. 

A la entrada de esta muestra un letrero advierte acerca del contenido explícito de las obras, que sin embargo no tienen ninguna connotación sexual más allá del hecho de mostrar a una mujer que emplea su cuerpo como lenguaje en un puñado de fotografías de arrebatadora belleza. Francesca Woodman no fotografiaba su cuerpo desnudo sino algo más inaprensible y delicado. “Muestro lo que no se ve: la fuerza interior del cuerpo”, decía. Por eso en estas imágenes, a veces surrealistas o góticas, aparece siempre tan vulnerable, tan transparente, como un precioso instrumento cuyas cuerdas tensas están a punto de romperse: su carne pellizcada, comprimida entre los espejos, encerrada en armarios, su piel simbólicamente desgarrada en un papel. Su obra quiere apresar una naturaleza palpitante que nos concierne a todas: la osadía y la indefensión, lo tierno y lo abyecto, lo delicado y la ferocidad, la suavidad, la aspereza y la fuerza. Y el rugido silencioso que parece vibrar en sus fotografías: no somos sagradas, no somos ángeles. Y tampoco somos solo carne. 

Dicen que el 19 de enero de 1981 Francesca Woodman había tenido un mal día, y que además le habían robado la bicicleta. Los que la conocieron aseguran que era una joven alegre y animosa que derrochaba pasión por lo que hacía, aunque había padecido depresiones y no era la primera vez que intentaba suicidarse. Pese a su vasta formación artística y su excepcional talento, no había tenido mucha suerte con su obra; siempre era rechazada y apenas había conseguido exponerla. Aquel día de enero, antes de arrojarse por la ventana, escribió una carta en la que decía: “Mi vida en este punto es como un sedimento muy viejo en una taza de café y preferiría morir joven dejando varias realizaciones, en vez de ir borrando atropelladamente todas estas cosas delicadas.” Solo tenía 22 años, pero a su muerte dejó diez mil negativos, más de ochocientas fotografías y montones de cuadernos garabateados, álbumes y hojas de trabajo que revelaban a una artista original y deslumbrante cuyo genio creador no ha dejado de asombrar desde entonces. 


Fundación Canal, Madrid. 
Hasta el 5 de enero. 


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