Las siete vidas de las pequeñas librerías




Publicado en El Asombrario y diario publico.es, 10/02/2019  


Hace unos días, en la sección cultural de algunos diarios, se hablaba del cierre de la vieja librería médica Nicolás Moya en Madrid, la más antigua, en cuya editorial publicaron José de Letamendi y Ramón y Cajal. Cuando una librería muere, los lectores sufrimos pequeñas hemorragias, y esta es la cuarta que cae apenas empezado el año, lo que ha provocado el habitual aluvión de renglones catastrofistas: el fin de las librerías, el fin del libro. Muchos días paso ante su puerta; apretada entre los llamativos comercios de la calle Carretas, con sus escaparates de madera y su rótulo de cristal, resulta anacrónica y probablemente a casi todo el mundo le pasa desapercibida. Dentro, junto a los anaqueles que han empezado a saldar, hay un marco con el reconocimiento que dice: “Comunidad de Madrid, agradeciendo el servicio a la ciudad.” Su servicio. Cuando cierre, los libros y todo eso desaparecerá, y en su local se instalará alguna de esas franquicias que ya han colonizado la Gran Vía, que poco a poco van ocupando las calles más emblemáticas del centro. Después de todo, ¿cuánta gente, a lo largo de la jornada, entra en una librería?

“APRENDER A DAR VALOR A LO DESVALORIZADO”. Es lo que anuncia el pequeño pasquín rojo de LaCasquería, que ocupa uno de los puestos del mercado de San Fernando en la calle Embajadores de Madrid. “LOS LIBROS VIEJOS, POR EJEMPLO”, aclara por el envés junto a las direcciones de contacto. Aquí, sobre los mostradores que en otro tiempo exhibieran las vísceras primorosamente colocadas, hay montones de libros clasificados por género o por precio como si fueran corazones, hígados o mollejas. Aún cuelga del techo la vieja báscula roja con un cartel manuscrito que dice: “LIBROS AL PESO, 10 EUROS/KILO”, y entre los libros juguetea, aterciopelada, una discreta melodía de jazz. Yo aprovecho la tranquilidad de la mañana para disparar mi cámara –es todo tan fotogénico- y charlar con Mario y con Sara, dos de los socios, que me explican el carácter de este proyecto basado en la recirculación de la cultura y el libro. “Nuestro propósito es estar en un espacio como este, un mercado de abastos de toda la vida, y mantenernos en un barrio popular como Lavapiés pese al proceso de gentrificación que estamos sufriendo desde hace unos años,” me cuenta Mario. Esta peculiar librería, que ha cumplido ya los seis, se alimenta de donaciones particulares, y se inspira en los principios de la economía social y solidaria que fomenta el cooperativismo y el consumo responsable. María no piensa que el problema de las librerías está en que ya no se lea, porque los lectores, dice, son los mismos. “El sistema está fomentando un tipo de negocio de gran superficie que afecta a todo el comercio pequeño, como las librerías. Pero también creo que el modelo editorial y el escaso margen que deja hace que los libreros no puedan competir con las grandes superficies.” Ambos confían en la supervivencia de las librerías porque afirman que a los lectores les sigue gustando el contacto con el librero, y revolver entre las cajas a ver qué encuentran: algún libro manoseado y viejo, como un corazón que hubiera vivido mucho.




A una cuadra del mercado, en Tuuulibrería, un cartel indica a los clientes el procedimiento: “DONA LOS LIBROS QUE YA NO NECESITES, LLÉVATE LOS QUE TE QUEPAN EN LA MANO Y DEJA UN DONATIVO PARA AYUDAR”. Cientos de volúmenes tumbados arropan las paredes en un colorido damero, o cuelgan del techo entre frágiles hileras de bombillas, como si volasen. Libros que se regalan. Pero Sara Álvarez, responsable de esta sucursal que se abrió hace un año y medio sumándose a dos más en Madrid y otra en Barcelona, comenta que no les va mal, y que la gentrificación del barrio y el turismo, por la afluencia de gente con cierta inquietud cultural, también ayuda. Quizá por eso en Lavapiés, con su ecléctico vecindario, hay tantas librerías; solo en esta calle hay cinco. “Nosotros”, dice Sara, “al tener cuatro librerías, vamos compensando cada mes el déficit de una con otra que haya ido mejor. Además, al ser una asociación sin ánimo de lucro, cuenta con la ayuda de inversores para poner los locales en funcionamiento; solo de pensar en mantener una librería tradicional, con los costes que eso supone, me dan escalofríos.” Frente a la amenaza de los formatos digitales, está convencida de que los lectores siguen prefiriendo el libro físico aunque cree que su precio influye, sobre todo en momentos de penuria económica: “Pese a la crisis los libros no han bajado de precio, y para algunos lectores se han convertido casi en un producto de lujo; en ese sentido creo que las editoriales no ayudan, o no han hecho un esfuerzo por adaptarse a las circunstancias. ¿Cuántos libros puede comprar cada mes alguien cuya economía sea modesta? Aquí entran algunos ejemplares que tienen cien años, pero también otros de apenas tres días, porque los clientes traen los que tienen para llevarse lecturas nuevas, y luego aportan lo que pueden.” Mientras hablamos, una chica que rebuscaba en uno de los anaqueles se ha sentado en el suelo para hojear un libro que, tras un buen rato, parece haber encontrado. Es como si aquí dentro el tiempo, la mañana que transcurre ventosa al otro lado de las cristaleras, no importase mucho. “Yo no creo que las librerías desaparezcan”, me está diciendo Sara, “porque tienen ese punto romántico de venir y pasar horas mirando libros; no es un sitio al que acudes solo a comprar. No van a desaparecer, aunque mantenerlas se haga un poco cuesta arriba.” 



Con su ajada tarima, sus vigas de madera y su encantador caos de libros y discos apilados sobre las mesas y asomándose a los cajones, en LaFugitiva me pasaría las horas en plan romántico, en la mesita del ventanal, sin perderme nada de lo que ocurre en la calle Santa Isabel. Pero como hoy ando por ahí con la cámara colgada, me tomo un café en el mostrador del fondo y charlo un rato con Jacobo Paniagua, que lleva siete años bregando entre todo esto. “Desde luego”, comenta, “el mundo de la librería no es como para hacer un gran negocio; nosotros, al estar divididos en tres –esta, que es la de libro antiguo, la de artes escénicas, y la generalista de literatura- nos vamos defendiendo. Yo creo que el problema tiene que ver sobre todo con los alquileres; aquí en el centro, con el precio que tienen, lo más rentable es montarse un bar. Las políticas culturales quieren fomentar la lectura, pero no apoyan a las librerías; en vez de gastar el presupuesto en pintar versos en el suelo podrían hacer como en París, donde se subvenciona el alquiler.” Como en tantas librerías de la ciudad, aquí todas las semanas se programan presentaciones, cursos o tertulias para fidelizar a sus clientes o atraer a los nuevos, para luchar contra la pereza de la compra virtual. “No concibo la librería solo como un dispensario de libros, eso es lo que hacen las plataformas”, sigue Jacobo. “Y luego está la responsabilidad de cada uno a la hora de comprar. Un libro en Amazon te cuesta un cinco por ciento más barato, pero cuando dentro de un año estés dando un paseo resulta que no vas a poder entrar a ninguna librería porque han desaparecido, y esa posibilidad de hojear libros, preguntar al librero, o tomarte un café como aquí, se pierde. Por un cinco por ciento.” 



Los Editores abrió hace poco su pequeño local en plena milla de oro de Madrid, donde al contrario que en Lavapiés, escasean las librerías. Quizá esta relativa exclusividad sea una ventaja para mantenerse a flote vendiendo libros, pienso. Y por la manera en la que va proponiendo al hombre elegante del paraguas con el que busca en las repisas, se diría que Pilar Eusamio los ha leído todos. Y que Murakami no le gusta. Desde la contratapa de un volumen metido en un cajón de metacrilato, un Proust con monóculo lo está observando todo. “Solo llevamos aquí tres años”, me cuenta Pilar cuando se va el hombre del paraguas, “así que lo que notamos aún es el crecimiento inicial de todo negocio, pese a que los márgenes son tan pequeños que es una lucha sacarlo adelante; pero me niego a ser pesimista, a trabajar con tristeza. Las cifras de la Feria del Libro crecen cada año. Nosotras, como no estamos en una calle de mucho paso, casi todos los días tenemos alguna actividad para atraer público, lo que de alguna manera provoca compras.” Es curioso pero a pesar de nuestras voces, o por el contraste con ellas, los libros desprenden un aura silenciosa que los hace parecer desmayados, como esperando que alguien los despierte para comprarlos. Libros que duermen. “No es nada extraño”, me está diciendo Pilar, “que un cliente te pida un descuento, no sé por qué razón. No saben lo que cuesta en realidad un libro: los años que el autor tarda en escribirlo, los costes de corrección o traducción, editarlo y maquetarlo, luego la imprenta, el distribuidor, el librero. Yo miro tres veces el precio de un pantalón antes de comprármelo, y sin embargo el precio de un libro no, porque me aporta mucho más.” Algunas de mis editoriales favoritas tienen en esta librería su sección propia. Claro, con ese nombre. Mientras hablamos, veo de reojo un montón de títulos que me compraría. Y además, esta librera es tan optimista. “Creo que el empeño desde hace unos años por parte de las editoriales en publicar con cierta calidad repercute en los lectores, en su deseo de comprar libros, porque el lector también los quiere como objeto: la textura del papel, el olor, el ritual de pasar sus páginas.” 


En un momento, ante la librería Cervantes y Compañía en la calle Pez, ha pasado el repartidor de butano, unos japoneses tirando de sus maletas, una mujer con un niño montado en una moto rosa y un coche de policía, y a mi lado un equipo de rodaje está grabando una secuencia donde alguien entra o sale del bar de al lado, no sé. Y yo llevo un rato esperando que todo pase para fotografiar su portada de aire neoyorkino. Esto es Malasaña, pero podría ser el Soho. A Marina Sanmartín y sus tres socios, que hace unos meses tomaron el testigo de los anteriores dueños, todo el mundo les previno contra la loca idea de quedarse con la librería. “Como hay este clima tan negativo, nos metieron mucho miedo”, me cuenta, “nos dijeron que nos iba a ir muy mal, que era como saltar al vacío. Pero de momento nos va mejor de lo que habíamos previsto, lo cual no significa que nos estemos haciendo ricos, claro; esto exige un esfuerzo tremendo para un beneficio económico relativo, pero creo que podremos sobrevivir. Y estamos muy ilusionados, porque por primera vez tenemos un negocio propio.” Claro que ninguno de los socios depende de él para vivir –además de ser ahora librera, Marina es escritora, editora y periodista- pero lo que han invertido no es solo económico, es un caudal de entusiasmo. Para celebrarlo, la luz de febrero atraviesa la cristalera y vierte un chorro azul sobre los libros; esto no me saldrá en las fotos, pienso. Todas las librerías tienen esta rara atmósfera azulada o amarilla, lo he visto, es algo que emana de los libros y de sus portadas brillantes y coloridas, como una respiración. Y envidio a Marina, y a Pilar, y a Jacobo, y a todos los libreros; qué suerte tienen, me digo, todo el día entre libros. “Quizá hay que abandonar el concepto romántico de la librería, porque tiene su parte financiera”, comenta Marina como si me leyera el pensamiento. “Esto es un negocio y hay riesgos. Pero habría que encontrar la manera de fomentarlo, porque también tiene un carácter de servicio: una librería de barrio es mucho más que una tienda, es un refugio cultural. A Amazon se le gana por el contacto, por el hecho de que ahora mismo podamos estar hablando tú y yo de las novedades que me han llegado, intercambiando impresiones lectoras, escuchando a Leonard Cohen.” Sí, la voz de Leonard fluye sobre nuestras cabezas y se eleva hasta el cielo de la librería, muy arriba. Se está bien aquí; estuve tan bien aquí hace un par de años, tan ilusionada, compartiendo con tantos amigos la publicación de mi último libro. En las librerías pasan tantas cosas. “No son solo librerías”, insiste Marina, “esa es la diferencia con las plataformas o las grandes superficies; son sitios donde pasan cosas. Y los libros no van a desaparecer; hay mucha gente que compra un libro por impulso, porque la edición consigue despertar el deseo de tenerlo. Es algo invisible, pero de alguna manera está ahí.” 

Como pasa con muchos comercios de barrio, quizá algunas librerías cierren, pero otras siguen en el lugar de siempre y aún otras están abriendo por primera vez sus puertas. No es mucho, pero siempre tendrán clientes como nosotros, consumidores modestos que preferiremos pasar un rato aquí tocando y hojeando los libros, olvidándonos un poco del tiempo áspero que vivimos. Puede que a veces vengamos solo a mirar o a charlar con el librero y no los compremos, o que compremos alguno y no lo leamos sino que lo dejemos en casa sobre alguna mesa, apilado sobre otros y silencioso, hasta que cualquier día lo miremos de nuevo y al fin lo abramos, y entonces, como si hablara, el libro nos diga todo aquello que tenía que decirnos. 

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