Antropología emocional


Una sala de la exposición La antropología de los sentimientos



Publicado en El Asombrario y diario publico.es,  04/06/2018


Cuenta Yuval Noah Harari, en el libro Sapiens. De animales a dioses, que hace más de dos millones de años nuestros ancestros eran solo animales sin importancia, que todo lo que hacían —alimentarse, tomar el sol, jugar, reproducirse, formar familia— era similar a lo que hacían otras especies que poblaban la Tierra. Sin embargo, hemos pasado siglos creyéndonos distintos, pensando que el Homo Sapiens, esa copia primitiva e imperfecta de lo que creemos ser, no tenía parentela en el reino animal. Hasta que el hallazgo del cráneo de nuestra abuela más lejana evidenció algo que algunos se resistieron a admitir: que no tenemos el privilegio de ser una especie aislada frente a las demás, sino que en realidad somos miembros de la gran familia de los primates. 

Y por la forma en que nos miran, ellos parecen saberlo. Lo sabe el orgulloso gorila que me observa desde la negrura de sus ojos brillantes, y la madre chimpancé que abraza a su retoño, y el otro gorila pensativo que se adorna con hojas de roble en la retrospectiva La antropología de los sentimientos que La Principal de Tabacalera dedica a la obra de Isabel Muñoz. Hay una dignidad en ellos que los iguala a nosotros, los visitantes que estamos contemplando sus retratos; parecen haber posado ante el objetivo como lo hubiéramos hecho nosotros mismos: con el peso en los hombros de nuestras inquietudes y miedos, con la soberbia, el amor o la desconfianza chispeando en la mirada, con un gesto de entusiasmo o de cansancio. Y me acuerdo de pronto de cómo el simio de la secuencia inicial de 2001, una odisea del espacio —de cuyo estreno acaban de cumplirse cincuenta años— golpea los huesos con violencia tras descubrir algo tan humano como el poder, y cómo Kubrick enlaza esta metáfora con el primer plano de ese futuro espacial donde todo flota laxo en un vacío aséptico y silencioso. 

En el primer panel de esta retrospectiva se explica que en su obra la fotógrafa barcelonesa no busca el documento ni la representación antropológica, sino el desvelamiento de ciertos aspectos del ser humano y su relación con el mundo. Así, todo lo humano parece estar aquí representado, exhibido en colores o claroscuros de gran formato a través de sus características composiciones de sobrio barroquismo. Tras las platinotipias de los primates, agrupados bajo el expresivo título de Álbum de familia, las figuras casi irreales de sus Mitologías nos sugieren el principio de nuestra evolución: hermosos bailarines desnudos con el cuerpo embadurnado de ceniza, ataviados con primitivas máscaras sagradas, que parecen la encarnación de los personajes de antiguas leyendas. El lenguaje, y nuestra necesidad de elaborar relatos para explicar el mundo y comprender nuestra historia en él, nos separó definitivamente del simio y puso una voz en nuestro vacío interior, una voz que a partir de entonces ya no ha dejado de hablarnos. 

Isabel Muñoz dice que en todas sus fotos hay una historia detrás y que su privilegio es dar voz a los retratados. Se ven, esas historias, en la serena belleza de las hijras, las altivas representantes del tercer sexo hindú, y en la arrogancia seductora del transexual brasileño que preside la sala desde su gigantesco retrato de cuerpo entero, insinuando bajo la piel las magulladuras que le va dejando la vida. Los que la contemplamos casi podríamos rozarla, esa piel, con la yema de los dedos, y sin embargo sabemos muy poco de aquello que contiene. Qué harán cada día, me pregunto, los contorsionistas chinos o los guerreros que danzan, de qué se ríe ese adolescente etíope que tapa su rostro avergonzado ante el objetivo. Qué barbarie domará la piel de los maras y los convictos del penal de Ciudad Barrios tras el mapa de sus tatuajes y su dolor; cuál es la culpa que penan en Guadalajara los que cuelgan su cuerpo de ganchos y se crucifican invocando a Dios, la de los oficiantes taoístas que se atraviesan con agujas y cuchillos como si quisieran matar algo en ellos que no soportan, o abrir de par en par su piel para sacarlo. Aquí están todas las historias, y está toda la piel. 

Este año también se celebra el doscientos aniversario de la publicación de la historia de un monstruo, escrita por una mujer de 18 años que apenas se asomaba al mundo: Mary Shelley. En el prólogo de su novela, la autora trata de explicar la procedencia de las enfermizas ideas que fueron modelando a Frankenstein, su personaje: 
“[El relato] me vino sugerido por la novedad de las situaciones que desarrolla, y, por muy imposible que parezca como hecho físico, ofrece para la imaginación, a la hora de analizar las pasiones humanas, un punto de vista más comprensivo y autorizado que el que puede proporcionar el relato corriente de acontecimientos reales. Así pues, me he esforzado por mantener la veracidad de los elementales principios de la naturaleza humana, a la par que no he sentido escrúpulos a la hora de hacer innovaciones en cuanto a su combinación.” 

Frankenstein es creado con fragmentos de personas, y pese a la brutalidad de su aspecto solo es otro ser que anhela la compañía, la comprensión de los que cree semejantes. La naturaleza del monstruo es humana, y esa condición nos aterra porque podríamos ser él cualquiera de nosotros. En las fotografías de Isabel Muñoz no hay monstruos, solo aparece gente detenida bajo la atenta mirada que al otro lado del objetivo trata de enfocar lo más profundo de su condición, y retratarla para que nos reconozcamos en ella. Es posible que las salas desconchadas y la ajada arquitectura de la Tabacalera sean el marco más idóneo para el mensaje que quiere transmitir la muestra: que el mundo no nos pertenece sino que nosotros, en una amalgama multicolor, pertenecemos a él, que somos frágiles y preciosos, que estamos ya tan dañados como el mismo mundo y sin embargo el mundo nos deja renacer en él cada día. Aunque como dice Harari en el epílogo de su libro, nadie sabe adónde vamos porque aún no sabemos qué hacer con nuestro poder. Igual que el simio en la película de Kubrick. Sí, ya hace tiempo que sabemos de dónde venimos pero aún desconocemos hacia dónde vamos, y esa eterna pregunta es la que aún escribe nuestras historias, y la que sigue dando cuerda al reloj de nuestras conciencias. 


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