Navidad al borde del año
Árbol de los deseos en Matadero Madrid |
Como en muchas mañanas de diciembre, ese día el sol brillaba tanto que inflamaba de puro azul el cielo. Sí, es un tópico, pero es que el de Madrid es un azul distinto a otros cielos de otras ciudades: un poco exagerado al mediodía, demasiado turquesa si haces una foto con el móvil, donde aparece siempre como si fuera falso, como si hubieras editado la imagen subiendo a tope la saturación; un cielo tan esmaltado que no se lo creería nadie. Los que deambulábamos distraídos entre las casetas navideñas en el patio central de Matadero protegíamos nuestros ojos con gafas oscuras, y al pasar alternativamente de la luz a la sombra padecíamos breves instantes de ceguera. Bueno, es una manera de confesar que yo iba tropezando a cada poco con alguien, porque era sábado y había mucha gente. Podría haber estado en cualquier otro típico mercado navideño de cualquier ciudad europea si no fuera por la luz, por el color vivo que el sol ponía en todo lo que tocaba. En el centro de la plaza había un árbol cubierto de flores rosas, del que colgaban tarjetas amarillas donde la gente escribía sus deseos. Deseo que todos los niños tengan muchos gatos, decía una; que nieve en navidad, me gustaría mucho, decía otra. Ya se sabe; estos días todo el mundo dice que desea algo: amor, dinero, viajes, salud. La Navidad tiene sus propios protocolos, y todos los años se repiten.
Después, los días nubosos han sido más navidad que los de sol, porque el frío esparce en las calles esas auras misteriosas que rodean las bombillas, y embadurna asfaltos y fachadas con un velo lechoso. Así solemos imaginarnos estas fiestas, como si alguien colocara el atrezo: luces que sacuden la penumbra de la tarde, puertas que se abren tintineando y que exhalan un cálido aliento dorado, niños cantando con gorro de lana, escaparates que centellean tras los vidrios llorosos, hombres y mujeres elegantes con bolsas y enormes paquetes con lazos rojos. Pero la navidad urbana también sucede en los pasillos del metro donde tocan los músicos que no han tenido suerte, y en los vagones donde la desventura de quien vende pañuelos de papel no nos hace siquiera levantar la vista de una pantalla, del periódico o, más raramente, de un libro. Sentada junto a mí, una mujer está tan concentrada en la evolución de unas bolitas de colores en su teléfono que se ha pasado la estación. Cuando ha querido levantarse cerraban ya las puertas y de todas formas no hubiera podido atravesar el bloque de cuerpos que había hasta ellas. Ay, que estaba a punto de pasar de pantalla, dice, y se ríe, y en su cara de chocolate surgen dientes blanquísimos. Pues qué fastidio, le digo, y luego ella desaparece engullida por la masa hasta que el tren la expulsa en la siguiente estación, que yo, y todos los que me rodean, ya sabemos que no es la suya. Debe de ser que el espíritu de la navidad nos induce a dirigirnos a desconocidos como si siempre fuésemos del brazo con ellos, porque antes, bajando la calle, un hombre con el que me he cruzado me ha dicho: ¿Ves?, tenía yo razón, y me he quedado pensando en qué momento de nuestra conversación imaginaria he podido llevarle la contraria. Entonces, me he acordado de pronto de otro hombre con el que me crucé otra navidad, hace muchos años, que venía hacia mí sollozando muy fuerte, con la cara arrasada de lágrimas y gimiendo con la voz rota: aydiosmío, aydiosmío. Y la tragedia que entonces vislumbré en su rostro se me ha quedado grabada como si su historia tuviera alguna relación conmigo.
Salvo la Plaza Mayor con sus tenderetes de adornos navideños, apenas quedan en Madrid iconos de mis navidades de infancia. De pronto, esta melancólica certeza me ha detenido aquí, en la Puerta del Sol, bajo el formidable cono iluminado que preside la plaza. La memoria es así de inoportuna. Como le ha ocurrido a la mujer del vagón que jugaba con su teléfono, tampoco Sol era mi estación, así que es posible que una marea de espíritu navideño me haya empujado fuera. Y todo el mundo parece estar aquí: haciendo cola para atravesar el árbol gigante; haciéndose fotos con el hombre panda o con el pitufo; esperando a alguien junto a la fuente; buscando el truco de esa estatua viviente que es un camarero que cae o un motorista que sale despedido de su moto; comprando décimos a las loteras; comiendo un cruasán de La Mallorquina; tratando de subir o bajar por la calle Preciados, por Arenal, por la calle del Carmen para hacer alguna compra. Más arriba, la Gran Vía también estará atestada; ya no es esa avenida donde se sucedían los tablones pintados de los cines con las caras de los actores a tamaño de gigante, donde una lejana navidad vi La guerra de las galaxias con diez o doce niños más. Entonces yo vivía cerca de Ventas, y mi padre nos llevaba cada año a la Puerta de Alcalá a ver las luces y el belén, y a la plaza de Cibeles a ver pasar la cabalgata. En aquel tiempo los camellos eran de verdad, por eso mi madre ponía un cubo con agua para que entrasen a beber la noche de Reyes por el balcón de nuestro séptimo piso, que siempre estaba adornado con bombillas de colores que no cesaban de parpadear hasta el fin de las navidades y la vuelta al colegio.
No recuerdo, detenida en este fragor de luces y personas que vienen y van y pasan junto a mí envueltas en abrigos y gorros, si entonces habría tanto jaleo en la Puerta del Sol como ahora. Los años borran algunas cosas y nos dejan otras a su capricho. Hace tan poco que celebrábamos un cambio de siglo amenazados por el advenimiento de grandes cataclismos, y ya han pasado 17 años desde entonces. La mayoría de edad del siglo, dicen, pero el siglo sigue comportándose del mismo modo alocado y errático. Es curioso, me digo, que pensar en todo esto y no en mi infancia, me haga sentir como si fuera vieja; quizá sea la perspectiva del nuevo año, de un año más en el calendario. Y como hace todo el mundo en estas fechas, como haréis probablemente vosotros en esta plaza, o muy lejos de aquí, enumero mi breve lista de propósitos y deseos. Y esperaré, yo también, que al menos alguno se cumpla. Feliz 2018 a todos.
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