Soñar con Marte
Visitantes en la exposición Marte. La conquista de un sueño |
Recuerdo que hasta mi adolescencia estuve obsesionada con viajar al espacio. Entonces aún nos asombraban las fabulosas fotografías de la NASA donde aparecían manchas lechosas de constelaciones que se deshacían en preciosas elipses, y todas las estrellas centelleando a su alrededor sobre un oscuro fondo aterciopelado. No había más que mirar al cielo para verlo, pero en las fotos todo parecía más cercano, igual que la postal de un lugar adonde hubieras ido de vacaciones. Pero además, estaban las imágenes de los planetas de nuestro sistema solar, con sus colores inciertos y su contorno pulido como canicas colgadas del cielo negro. Nos habíamos aprendido sus nombres en el colegio de carrerilla, en un orden ascendente que siempre acababa en Plutón. Mi favorito era Saturno: esa bola gigante y torneada que giraba con su cinta de luz flotante. Sin embargo era Marte el que abducía nuestro imaginario, porque las historietas, la televisión y las películas llevaban años aterrorizándonos con alienígenas viscosos obsesionados con ocupar nuestros cuerpos, enormes plantas carnívoras prestas a devorarnos, y naves que atacaban la Tierra con sus rayos incendiarios abriendo socavones en las calles y desintegrando nuestras armas de plastilina. Lo que ansiábamos los terrícolas era comunicarnos con los marcianos, viajar a Marte o recibirlos aquí con amabilidad y toda clase de honores. Y aunque su civilización estaba mucho más avanzada que la nuestra, al fin y al cabo eran extraterrestres, y nunca estaban por la labor.
Me ha asaltado la nostalgia de aquel tiempo en la exposición Marte. La conquista de un sueño de la Fundación Telefónica frente a un par de vitrinas con carteles de aquellas películas surcadas por naves de cartón piedra, y observando dos viejas ediciones manoseadas de las Crónicas marcianas de Ray Bradbury y La guerra de los mundos de H.G. Wells. Un poco más allá unos paneles proyectan portadas de prensa como la del New York Times de 1902, donde un tal profesor Hough afirmaba con osadía que Marte estaba habitado, y un titular de 1907 rezaba: “Los marcianos, posiblemente superiores a nosotros.” En 1928, el diario ABC ilustraba en un reportaje las pruebas para establecer comunicación con el planeta que se realizaron desde una estación radiotelefónica en Rugby, Inglaterra. Oscilando entre el recelo y la esperanza, todo el mundo quería creer que allí vivían marcianos y que quizá no eran como nosotros sino mejores, por eso había quien incluso ofrecía dinero desde la sección de anuncios del diario neoyorquino en 1909 a quien le pusiera en contacto con ellos. Pero como ya había contado Wells en su libro en 1898, cabía la posibilidad de que al final no fuesen tan amigables y vinieran a exterminarnos con los lanzallamas de sus trípodes gigantes. Aderezada con la credibilidad de una locución radiofónica, en 1938 Orson Welles se serviría de esta trama de marcianos agresivos para aterrorizar a sus oyentes desde la CBS con su conocida primicia falsa de que unas explosiones en la superficie de Marte venían lanzando toda su furia hacia la Tierra. El temido momento de la invasión, con el que a su manera también disfrutaban los más catastrofistas, había llegado.
Como se explica otros paneles de la exposición, en 1877 el astrónomo italiano Giovanni Schiaparelli había observado en el planeta rojo, a través de su rudimentario telescopio, formas geológicas a las que se refería en términos muy terrestres; decía que había mares, islas y bahías. Y el astrónomo inglés Richard A. Proctor había asegurado en un artículo del Times en 1882 que en Marte había canales de agua que habían sido construidos por una raza inteligente. Casi un siglo después, a partir de 1964, conseguimos acercarnos y orbitar satélites que enviaban fotos de su superficie, lo que nos permitía seguir especulando. Y cuando en 1975 la sonda Vicking 1 realizó al fin la proeza de aterrizar en Marte, lo único que encontró es lo que ya se había visto en las fotos: un largo desierto. Ni gota de agua: ninguna posibilidad de vida. Hasta entonces, la meticulosa observación de la costra del planeta había ido destruyendo una a una las teorías románticas respecto a la posibilidad de hallar en él cualquier prodigio vivo, y esa última certeza acabó con nuestra fantasiosa inocencia respecto a Marte. Las evidencias científicas siempre lo ventilan todo con sus aires de realismo.
Quizá Bradbury ya presentía en 1950 la liquidación del fascinante mundo marciano que había alimentado la imaginación de tantas generaciones, porque sus Crónicas marcianas, donde cuenta las sucesivas expediciones que desde un futuro de 1999 parten a colonizar de Marte, están impregnadas de melancolía, y no hablan tanto de marcianos como de hombres abrumados por su vida en la Tierra y al límite de su soledad. En el relato Los colonos, llegan a Marte los primeros terrícolas seducidos por la promesa gubernamental de grandes oportunidades laborales. Pero los humanos, cuenta, viajaban a Marte por sus propias razones: “Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños.” Y sucedía que en cuanto veían la Tierra hacerse pequeña, alejarse y luego desaparecer como “una pelota embarrada lanzada a lo lejos”, enfermaban, porque se sentían verdaderamente solos, “errando por las llanuras del espacio, en busca de un mundo que es imposible imaginar.”
Parece ser que Marte y la Tierra surgieron a partir de una misma explosión, pero por algún motivo que aún se estudia, el desarrollo de ambos planetas fue diferente y la Tierra se formó en torno a su gran magma y envuelta en el escudo de una atmósfera respirable, mientras que Marte apenas se quedó con pequeños campos magnéticos, una atmósfera deshecha, y probables restos de agua que al final se evaporó en puro veneno. Nosotros estamos vivos, y Marte no. Y puede que esto haya sido siempre así, pese a nuestro renovado empeño por espiar a Marte: hoy tenemos tres satélites orbitando a su alrededor, y tres sondas que exploran su superficie con el anhelo de encontrar siquiera restos de alguna bacteria. La comunicación con sus bacterias no nos va a aportar gran cosa, pero en vista de cómo va todo en la Tierra ya pensamos en emigrar a Marte como una posibilidad cierta. Se me ocurren las dos primeras ventajas: que un año dura allí el doble que el nuestro, y que tiene dos lunas en vez de una. Y aunque son más pequeñas, no influyen en su rotación como la nuestra, que con sus ciclos maneja a su antojo mareas, cosechas, menstruaciones. Solo que la nuestra se llama Luna, y a las suyas les pusieron Fobos y Deimos.
Esta noche, si el cielo está despejado, fijaos bien en Marte, el guerrero, con su precioso destello rojizo tratando de destacar allá arriba, en la infinita cúpula celeste, llamando a ser colonizado. Seguiremos contemplándolo desde aquí llenos de esperanza. Como en el relato de Bradbury, quizá en la Tierra estamos enfermos de soledad y necesitamos saber que el nuestro no es el único latido cuyo eco ahoga el universo, que podremos hacer amigos fuera y formar con ellos comunidades prósperas iluminadas por la armonía entre sus miembros. Salvo para los pesimistas, la idea parece muy consoladora. A mí me inquieta tanto nuestro presente que me temo que estoy del lado de los pesimistas; yo ya no lo veré pero cuando lleguemos, cuando seamos nosotros los que finalmente invadimos Marte, seguro que lo convertimos en esa pelota embarrada con la que Bradbury describía a la Tierra en su cuento.
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