El fin del verano
Publicado en El Asombrario, 19/09/2017
A veces el fin del verano nos regala días tan cálidos que alarga en nosotros la pereza del regreso vacacional, justo ahora que empezábamos a quitárnosla de encima. Aunque no se haya viajado a ningún sitio, de agosto siempre se regresa igual que volvemos a duras penas de un sueño: abotargados y confusos. Parece que nunca pasa nada en agosto, y ocurrieron un montón de cosas. Hubo un eclipse de luna y un eclipse de sol. Se cayeron las estrellas como lágrimas, y hasta el gran asteroide Florence se cayó del cielo dejando una estela, como la que dibujaron los misiles de Corea. Sobre Barcelona y Cambrils también cayeron nuestras lágrimas igual que ofrendas. Una chica halló a su doppelgänger y una hormiga se paseó audaz por la nariz de la Dama de Elche, hasta que la descubrieron. Muchas personas se ahogaron, Huston se ahogó, y como en todos los monzones, casi se ahoga la India. Y asesinaron a unas cuantas mujeres; aunque esto no sucede solo en agosto, sino todos los meses.
Pero agosto siempre nos mantiene ensimismados en su cápsula de tiempo, como cuando éramos niños: aquella elasticidad de las tardes ociosas del verano, la luminosidad caliente que mecía los árboles y arrancaba destellos a las piedras y al agua. Todo brillaba y era más grande y completamente nuevo, y había mariposas y abejas volando por todas partes. Podíamos hablar con muñecos, con perros o con gatos, coger insectos con los dedos pringosos de helado, de patatas fritas, de regaliz, y era tan fácil correr o colgarse de los pies, o rodar como cantos por un terraplén abajo. Nuestro contacto con el mundo no se limitaba a lo que podíamos ver; todo entraba por la piel y por la boca, por la nariz y las orejas, porque todo vibraba y olía y sonaba por primera vez. Y sin embargo solo queríamos ser mayores, todo el rato, pero serlo a nuestra manera.
En la película Verano 1993 (Estiu 1993) hay una escena donde Frida, la niña de seis años que la protagoniza, se viste de adulta: carmín rojo en los labios y sombra verde en los ojos, gafas de espejo, botas camperas repujadas con la puntera larga, que se llevaban en los noventa, y una boa de plumas negras al cuello como dictaba la estética más canalla de la época; son prendas que usaba su madre. Frida está jugando con Anna, su nueva hermana: una cría regordeta de unos cuatro años que la sigue a todas partes como un perrillo. Está recostada en una vieja hamaca del jardín, sujetando un palito entre los dedos para simular que fuma. De vez en cuando echa hacia atrás la cabeza con displicencia soplando hacia arriba. Qué cansada estoy, estoy tan mal, le dice a la pequeña Anna, que en su juego teatral hace el papel de hija; te quiero tanto, tanto, le dice Frida artificiosamente mientras se inclina hacia ella para acariciar su cara con la punta de los dedos, y su voz arrastra las sílabas igual que si hubiera bebido mucho, o se hubiera drogado mucho. Durante un rato las niñas siguen con su juego inocente, y se ríen. Toda la película está recorrida por sus juegos y sus risas, y sin embargo desde la butaca contemplamos cómo, sin apenas ruido, el mundo adulto podría aplastar en cualquier momento con su pesado puño esa burbuja transparente y frágil que nos recubre en la infancia.
Como en un agosto cualquiera, en Verano 1993 también parece que apenas pasa nada, o que lo que pasa es muy simple: Frida llega desde Barcelona a vivir en la masía de sus jóvenes tíos porque ha muerto su madre y se ha quedado huérfana, así que tendrá que adaptarse a su nueva vida y asimilar la idea de la muerte. Como ha comentado en alguna entrevista, parece que esto último es, sobre todo, lo que Carla Simón (Barcelona, 1986) quería plasmar en su primer largometraje, con un guión construido sobre sus propios recuerdos. La película, que se estrenó a finales de junio y nos representará en la próxima edición de los premios Oscar, asombró en el pasado Festival de Cine de Berlín donde obtuvo galardones como Mejor Ópera Prima y Gran Premio del Jurado Generación Kplus, y también en el Festival de Málaga donde fue premiada como Mejor Película. El empeño de la directora por tratar el tema de la muerte hace que su historia trascienda la anécdota. A través de escenas sencillas con una fuerte carga sensorial —el sol, el rumor del aire, el agua, la piel— que no pierden en ningún momento la perspectiva de la niña y su viaje emocional, consigue desplegar en un alarde de matices todo lo que construye un universo infantil —nuestros veranos de entonces— con una sensibilidad tan exacta que nos sobrecoge y nos impregna de nostalgia.
Sí, septiembre llega y parece que estuviéramos sin fuerzas, con el extraño cansancio de habernos abandonado un poco a lo insignificante mientras afuera ocurrían tantas cosas. Es la misma sensación de cuando éramos niños y todo el verano nos abandonábamos al tiempo, sin luchar contra él, con nuestras pequeñas almas abiertas a esos sucesos intrascendentes que iban a ocupar luego tanto espacio en nuestra memoria. Pero septiembre llega y también abre una estación hermosa y puede que sea el mes ideal para ver una película tan luminosa como Verano 1993, porque al terminar tienes la impresión de que en el aire de la sala flotan, enredados con los del resto de espectadores, miles de antiguos instantes estivales que creías ya perdidos.
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