En el corazón del retrato
Niño con una granada de juguete en la mano. Diane Arbus, Central Park 1962 |
Publicado en El Asombrario, 01/07/2017
Ya lo sabemos: somos la sociedad visual, la moderna civilización de la mirada. Vivimos rodeados de imágenes y hacemos un registro constante de todo lo que nos pasa, lo que nos impacta o nos conmueve, porque es nuestra forma de hacerlo verdadero. Y puede que la narración de nuestra realidad, todo lo que tomamos por cierto, haya pasado a ser apenas esos fragmentos de tiempo que vemos registrados en una pantalla, en un papel. Susan Sontag, la brillante pensadora y escritora americana, decía que nuestra realidad es una apariencia cambiante y lo que hace una fotografía es registrar su aspecto; que somos modernos precisamente por nuestra costumbre de mirar fotografías, pero que la única realidad irrefutable, nuestro mejor indicio de identidad, decía, es cómo aparece la gente en ellas. El lenguaje puede mentir cuando contamos el mundo, pero un rostro dice siempre lo que sabe.
Hace unos años estuve en la inauguración de la retrospectiva que la Fundación Mapfre dedicó a Emmet Gowin, a la que también acudió con su familia este gran fotógrafo americano. La obra central de Gowin la forman las imágenes captadas en su entorno familiar en Danville, Virginia, y sobre todo los retratos que tomó a su esposa Edith a lo largo de los años. Son fotografías en blanco y negro de su rostro o de su cuerpo impregnadas de densidad poética, donde las imperceptibles evoluciones del paso del tiempo se revelan en una intimidad sobrecogedora, casi sagrada. Recuerdo que asistió mucha gente a la inauguración, personas influyentes del mundo del arte y críticos que paseaban ante las fotografías con la copa en la mano y aire displicente; Gowin, un tipo alto de mirada amable bajo unas cejas rebeldes, parecía más bien un turista despistado con su sencilla cámara automática colgada al cuello. Cuando reunió a su familia para tomar una foto del grupo pude reconocer a su esposa Edith, a quien yo había estado buscando con insistencia entre los asistentes para poder enfrentar su rostro al de la hermosa persona que aparecía en los retratos. Gowin había dicho de ella: es el poema que ocupa el centro de mi obra. Pero la mujer menuda de grandes gafas que estaba allí no era la misma; a su modo real también era hermosa, pero para mí ya solo existía la que habitaba la superficie plana de esas fotografías, donde Gowin me contaba un relato verdadero atrapando bajo su perfecta piel los matices misteriosos del amor y de la vida.
Vuelvo a encontrarme con Edith en la exposición Retratos, una selección de los fondos de fotografía artística del siglo XX de la Fundación Mapfre que rinde homenaje a este tema fotográfico por excelencia, muy bien organizada en torno a tres epígrafes: Ciudades, Comunidades, y Artistas y modelos, y que ofrece un repaso del género desde el retrato más académico a las instantáneas tomadas a pie de calle a individuos o grupos. Un poco más allá de Edith está Eleanor, la esposa del fotógrafo Harry Callahan, que se apoya desnuda en un radiador de cara a una pared blanca con raros dibujos. Seguro que Callahan compartió con Gowin influencias, porque estudiaron juntos en la Rhode Island School of Design en los sesenta y también retrató a su compañera a lo largo de los años en el entorno de su vida cotidiana, pero en la composición de sus retratos él parece más preocupado por buscar una dramatización mediante composiciones con líneas y formas, o en la actitud del modelo, como en las Mujeres ensimismadas que están aquí expuestas.
Toda fotografía es un solo fragmento de realidad, pero ciertas imágenes nos sacuden con la emoción de poder interpretarla entera con una sola mirada. Un retrato sin embargo transmite una mezcla de comprensión y misterio a la vez. Lo pienso ante los dos desnudos en gran formato de Agnes, que hizo Richard Learoy con una cámara oscura, y que presiden la primera sala de la muestra; hay en ellos una serenidad perfecta y sobrecogedora. Tienen un aire de retrato antiguo, esa actitud que distancia al modelo de quien lo mira y lo convierte en símbolo de algo, por eso Agnes parece tan pura, casi una virgen renacentista. También parecen renacentistas los personajes de la fotógrafa checa Jitka Hanzlová, que fue objeto de otro monográfico en la fundación en 2012. Y aunque con una atmósfera colorista, hay un clasicismo discreto en los interiores de la catalana Anna Malagrida, tan melodramáticos, donde los personajes parecen haber quedado suavemente suspendidos en mitad de una actuación como si hubieran olvidado su papel. En los retratos que tomó en Georgia la gran Cristina García Rodero —que fue galardonada en junio con el Premio PHotoEspaña al conjunto de su obra— se desvanece toda suavidad, porque en los ojos de sus retratados hay una aspereza expectante y un poco desgarradora.
El retrato es una vía de conocimiento y también una pregunta hacia el otro, sin prejuicios, pero ningún artista puede prescindir de la intención con la que mira por el objetivo. Quizá por eso hay extrañeza o burla en los televisores encendidos de esas habitaciones años 60 en las fotografías de Lee Friedlander, donde aparece siempre su cara frente a butacas vacías; o en los conocidos autorretratos surrealistas de Graciela Iturbide como Nuestra Señora de las Iguanas, aderezados con sus elementos turbadores y simbólicos.
Nada ha influido tanto en la evolución del retrato como el desarrollo de las cámaras pequeñas tipo Leica, que sacaron a los fotógrafos de su estudio para retratar con más naturalidad, convirtiendo a veces su obra, como en el caso de Valentín Vega de quien hablé aquí recientemente, en todo un estudio antropológico de su tiempo. No falta en la muestra uno de los primeros ejemplos, la Mujer ciega de Paul Strand, que se ha convertido en un clásico; o las instantáneas de Joan Colom en las calles de Barcelona en los años sesenta, en las que enfoca las sombras de la España de entonces con cuadros exactos que captan el pulso de la vida: los olores, los ruidos, el aire, la luz. También hay mirada antropológica en las fabulosas instantáneas de la misma época de Garry Winogrand, quien después de un viaje catártico cruzando Estados Unidos había vuelto a Nueva York para vagabundear con su Leica por todos los rincones de la ciudad. En sus fotografías todo está sucediendo; esa mujer que se ríe con un helado en la mano ante un escaparate es la expresión más viva del optimismo económico que caló en toda una generación, mientras el país vivía un tiempo de convulsión social y política.
Diane Arbus pone su matiz en esta sección de la muestra y va más allá del documentalismo, impregnándolo de tal modo con su curiosidad que convierte en mágicos y horribles a la vez a los personajes marginales que retrata. Arbus nos obliga a contemplar de frente, en el mismo nivel, sus cuadros de apariencia fea y nos iguala a ellos. Se diría que su mirada es compasiva, pero ella la despoja de toda emoción y por eso nos desconcierta. Confieso que tengo debilidad por Diane Arbus. Aquí está, con su gesto crispado como si nos preguntase algo, el Niño con una granada de juguete en la mano bajo los árboles de Central Park en 1962. Y escondiendo su frustración bajo sus sombreros y sus joyas, sus uñas nacaradas y sus cigarrillos humeantes, las Dos señoras en el automat, que aunque sonríen están llenas de tristeza. Arbus le quita la piel al retratado, nos cuenta una historia brutal abundando en detalles que no siempre nos gustaría conocer.
También cuentan su historia los retratos despojados de Alberto García Álix. Sus personajes parecen abducidos por un árido romanticismo que los arrastra siempre al peor lado de la vida. Quizá por eso hay algo enternecedor en los enormes ojos brillantes de Xuri en trance, donde ahora mismo podría bucear hasta perderme. Stefano, ti amo tanto, dice el tatuaje de la chica que aparece retratada en El dolor de Elena Mar. Y mirándola, parece imposible que no haya alguien que sufra con ella. Creo que cuando contemplamos un retrato es eso lo que tratamos de adivinar: qué fuego arde en el corazón de quien es retratado. Es muy sutil y me resulta algo violento manifestarlo, pero creo sinceramente que hay cosas que nadie vería si no las hubiera fotografiado, dijo Arbus en una ocasión. Pero un retrato nos revela también ese fuego que encendió la persona retratada en el corazón del fotógrafo. Vemos esa luz, atravesando en un instante el objetivo de su cámara para fijarlo.
Somos tan efímeros, pero en una imagen quizá quedamos para siempre.
Felices retratos estivales, feliz verano.
Sala Fundación Mapfre Recoletos
Hasta el 3 de septiembre
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