El algoritmo de Ada Lovelace
Es curioso cómo en determinadas situaciones la mente atrapa ideas y recuerdos dispersos y establece sus propias conexiones en una red, como si fuera una máquina programada para ello. Hace un par de meses, durante una comida en casa de unos amigos, uno de los comensales a quien yo no conocía empezó a hablar de un compañero suyo que al parecer se había separado recientemente de su mujer. El comentario era que su nueva pareja era —empleando el término con el que al final resumió los calificativos que le dedicó— un adefesio, y que no se explicaba qué habría visto en ella para decidirse a cambiar una mujer por otra. Bueno, dije yo irónicamente desde el otro lado de la mesa, puede que las mujeres tengamos otros aspectos a valorar que no tengan relación con nuestro físico; seguro que tu compañero ha visto en ella cualidades por encima de lo que tú estimas importante en una persona.
Ya lo sé, la anécdota no tiene nada de extraordinario: cada día en muchas conversaciones todo el mundo reprueba o critica el aspecto de las mujeres conforme a esos patrones ideales a los que estamos supuestamente obligadas que se divulgan en revistas, en la publicidad, en la televisión, en todas partes, porque la imagen femenina sigue teniendo por sí sola un alto valor, un valor mercantil, que se antepone a cualquier otra cualidad o talento que una mujer pueda poseer. Y así viene ocurriendo desde hace siglos. Como la mente se mueve sola por donde quiere, el otro día me devolvió ese episodio de la comida, que casi había olvidado, cuando me encontraba frente a la reproducción de La dama plateada en la breve muestra que el Espacio Fundación Telefónica dedica a Ada Lovelace, la precursora de la programación informática. Y es que mirando la recreación de esta autómata, una muñeca que bailaba con un pajarito en la mano, me acordaba del extraordinario relato de 1817 El hombre de arena con el que E.T.A. Hoffmann inauguró el género literario de la ciencia ficción. En uno de sus episodios Nataniel, el protagonista de la historia, se enamora de la autómata Olimpia durante una fiesta. La muñeca es tan hermosa que su imagen le obsesiona, se olvida de su prometida Clara y comienza a visitarla cada tarde, pasando las horas sentado junto a ella y hablándole, leyéndole ardorosos poemas mientras la toma de la mano, de su mano inerte, y le parece advertir que su bellísima cabeza asiente en silencio a sus proclamas amorosas, y que en silencio le comprende. Para Nataniel, ninguna mujer real podrá alcanzar nunca la perfección de Olimpia, porque ella reúne en su frío cuerpo todas las beldades de un ideal femenino.
En el siglo XIX los inventos mecánicos y los descubrimientos científicos alumbraban el mundo con su luz de progreso. Los autómatas eran los sofisticados juguetes de esta modernidad, y La dama plateada que se exhibe en la Telefónica animaba algunas fiestas a las que asistía Ada Lovelace, donde la alta sociedad se codeaba con intelectuales, artistas y científicos. Así conoció Ada al matemático Charles Babbage, dueño de la muñeca, que era famoso por haber inventado un artilugio mecánico para calcular, la Máquina de las Diferencias, y que pasó media vida tratando de crear y perfeccionar su otra gran obra: la Máquina Analítica, un primitivo antecedente de los ordenadores.
Ada Lovelace resultaba una mujer excepcional en la rígida sociedad victoriana; su madre, Anne Isabelle Milbanke, le había proporcionado una profunda formación en matemáticas y poesía, materias en las que pronto mostró mucho interés y grandes aptitudes. Ada era la única hija legítima de Lord Byron, de quien su madre se separó tras un año de matrimonio. A los doce años, la niña Byron estaba tan obsesionada con volar que realizó experimentos con plumas y pájaros y hasta escribió un tratado al respecto. El encuentro en aquella fiesta con Babbage, en su más tierna juventud, sería crucial para poner a trabajar todo su talento. Durante años mantuvieron su amistad y una intensa correspondencia donde comentaban los cálculos del proyecto para las máquinas de Babbage, que disfrutaba de la financiación del gobierno británico y daba conferencias aquí y allá divulgando sus investigaciones. A la conferencia que impartió en Turín en 1840 acudió el ingeniero militar italiano Luigi Federico Menabrea, que fascinado por el artilugio escribió para una revista francesa un sesudo artículo donde daba detalles del invento: Esquema de la Máquina Analítica, lo tituló. Su texto pasó a ser entonces el único documento publicado acerca del artilugio, por lo que el científico Charles Wheatsone pidió a Ada su traducción al inglés. Pero como Ada conocía tan bien los pormenores, añadió tal cantidad de notas explicativas y ampliaciones sobre las teorías de Babbage que casi duplicó el texto, y convirtió el artículo en uno de los documentos más importantes de los inicios de la computación.
Para su máquina, Babbage se había inspirado en la idea de Joseph-Marie Jacquard de utilizar tarjetas perforadas para automatizar los patrones de dibujos en los telares, un ingenioso sistema mecánico que permitía cambiar los diseños alterando la secuencia de las tarjetas. La Máquina Analítica tendría numerosos engranajes y palancas, gigantescas columnas de ruedas dentadas y un motor a vapor tan grande como una locomotora para poder accionarlo todo, y podría ejecutar cálculos matemáticos y almacenar datos mediante la programación de tarjetas perforadas. En sus cartas, Babbage le enviaba a Ada esquemas y planos donde le describía el diseño y los elementos de su ingenio, destinado a automatizar cualquier cálculo numérico. Pero la creatividad matemática de Ada intuyó la posibilidad de utilizar la máquina para operar sobre cualquier tipo de información, más allá del mero cálculo al que la había destinado Babbage, y lo explicó mediante un algoritmo que incluyó en sus notas, demostrando que la máquina podría computar una secuencia compleja si se lograba dar la orden para realizarla. De este modo la visionaria Ada Lovelace, de la que comentaban en los salones victorianos con cierto desdén que era brillante pero “demasiado matemática”, anticipó, un siglo antes de la construcción del primer ordenador, el novedoso concepto de programación.
Los años pasaron y el gobierno retiró a Babbage la financiación de una máquina que por su complejidad y su tamaño no conseguía llevar a término. La salud de Ada empezó a resentirse porque, decían en su entorno, la delicada constitución femenina no estaba hecha para soportar la extrema tensión mental de tanto estudio matemático. Babbage siguió investigando y perfeccionando su invento, y aunque murió sin ver realizado su sueño, en Ada siempre encontró una mente despierta que compartía, interpretaba sus ideas y además las expandía. En una carta de 1843 que envía a su colega Michael Faraday dice que Ada comprende “la más abstracta de las ciencias con una fuerza que pocos intelectos masculinos habrían conseguido”.
En sus retratos, Ada aparece como una mujer hermosa y elegante, vestida a la moda de entonces. Algunas urnas de la exposición contienen objetos que usaban las damas de su época: el carnet de baile, el abanico, frascos de perfume o joyeros; también ella los tendría en su tocador. Pero era además una intrépida amazona y le interesaban otros asuntos tan poco femeninos como las máquinas y las matemáticas, por lo que sería censurada en muchas ocasiones; la sección de sociedad del New York Mirror decía de ella en 1833 que era “la mujer más vulgar y basta de Inglaterra”. Si Ada Lovelace pudiese ver hoy cómo es nuestra época le resultaría increíble hasta dónde llegaron las teorías que compartió con Babbage, y pensaría que después de todo la Máquina Analítica podía programarse y ella tenía razón. Aunque también vería que, para las mujeres, ciertas cosas no han cambiado mucho desde entonces. En la exposición, la leyenda que acompaña la urna donde contemplo a La Dama Plateada reproduce lo que contaba Babbage cuando la gente, admirada, veía bailar a su muñeca. Y suena casi como una parábola:
“Yo mismo reparé y restauré todo el mecanismo de la Dama Plateada y por ese nombre fue posteriormente dada a conocer a mis amigos. La puse tras un cristal en un pedestal de mi salón, donde recibió en silencio, pero a su elegante manera, a esos queridos amigos.”
Espacio Fundación Telefónica
Fuencarral, 3. Madrid
Hasta el 20 de ocubre
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