Plaza de España


Atardecer en Plaza de España, mayo 2017



Publicado en El Asombrario, 15/05/2017


Ya está San Isidro en las plazas de Madrid con banderines y altavoces, esparciendo su perfume a churros y a calamares. Pero aquí en la Plaza de España es otra tarde cualquiera. A los pies de Don Quijote, entre las zancas de Rocinante, la niña de las zapatillas rosas posa para una foto. Ha subido hasta el pedestal y pone su mano en la espuela, y el caballo ha adelantado su pata de bronce dejándola así para siempre, suspendida en el aire. Unos pasos detrás va el rucio de Sancho, y su mansa testuz brilla como el oro de tanto que la han acariciado todos los que suben a retratarse, cada día. Todo el mundo se hace fotos en la Plaza de España. Al otro lado de la lámina de agua donde se refleja el monumento a Cervantes hay japoneses, una excursión de adolescentes y algunas parejas disparando sus cámaras y teléfonos sin parar. Es la estampa típica de la plaza: el enorme obelisco de piedra blanca empastado en la fachada del Edificio España, en cuya base se sienta el autor sosteniendo con la mano sana un volumen de su obra mientras oculta la otra entre los pliegues de la capa. Seguro que el escritor jamás hubiera imaginado que su recuerdo sería tan celebrado como para erigir fabulosos altares como este, que desde su perspectiva clásica compite en altura con las construcciones que lo abrigan. Cuando a mediados del siglo pasado lo terminaron —a partir del proyecto que había ganado en 1916 el concurso de ideas para conmemorar el tercer centenario de la muerte de Cervantes— ningún edificio le hacía sombra; se erguía como un polifemo en una sosa explanada con parterres, y el caballero y Sancho caminaban separados unos metros por delante. La falta de presupuesto y las modificaciones que introdujo después el arquitecto Pedro Muguruza evitaron que incorporasen los adornos, balaustradas y figuras que aderezaban la idea original del arquitecto Martínez Zapatero y el escultor Coullant Valera: un pastiche de efigies y temas cervantinos salpicando la bestial magnitud de la piedra. De algún modo, el monumento ponía el colofón a sucesivos propósitos urbanísticos desde que en el siglo XVIII fueran desapareciendo las huertas que jalonaban la cuesta de San Vicente hasta el río, y daba entrada al penúltimo empeño de convertir esta planicie elevada en una plaza grandiosa y representativa para Madrid. Sin embargo, parece que nunca lo lograron del todo.

Sobre los altos edificios la tarde va colgando sus nubes de mayo. Aquí no huele a fiesta, como en otras plazas más afortunadas de Madrid. Pero la primavera aprieta las copas de los árboles, el sol arde entre sus hojas y luego se posa en el suelo junto a un par de palomas que picotean colillas y cáscaras de pipas. Es la hora de la merienda para el niño mofletudo del carrito, y su madre le está dando una papilla que huele a fruta y a galleta. El lienzo central del Edificio España tiene ahora un intenso color naranja; es como si emitiese luz, aunque no necesita alumbrarse para ser protagonista en la plaza con su gigantesca carcasa de hormigón cuyo corazón se pudre poco a poco. Cuando en 1953 terminaron de construirlo se convirtió en el emblema del impersonal espacio ajardinado que rodeaba el monumento, y de ese soplo de optimismo y modernidad que flotaba en la ciudad en pleno desarrollismo económico: un rascacielos en Madrid con semblante neoyorquino, el más alto de Europa. Los hermanos Otamendi, autores del proyecto, levantarían cuatro años después la Torre de Madrid, aún más alta, que también sería luego pasto del abandono y que hoy alberga un hotel con muchas estrellas y bruñidas puertas doradas. A los pies de estos gigantes se desplegaba por más de un kilómetro en una alfombra multicolor toda la Gran Vía, impugnando las penurias del pasado nacional más reciente y el expresivo nombre de avenida de los obuses que le habían dado durante la guerra. En mi memoria de infancia aún centellean sus luces cruzando las ventanillas del Renault12 de mi padre; yo bajaba el cristal para ver mejor el glamour de los carteles de los cines y teatros, y aspirar el olor a mantequilla tostada que exhalaban al abrirse las puertas de las cafeterías de nombres remotos: Nebraska, California, Manila. La avenida de los grandes desfiles triunfales y las cabalgatas, el melifluo escenario de las novelas y las películas. La pequeña Broadway, como la llamó Hemingway, es hoy un largo centro comercial con estridentes reclamos y escaparates donde los maniquíes lucen la ropa en posturas raras. Y se diría que este tramo de la Gran Vía que se divisa desde la plaza ascendiendo hasta Callao es más anodino, por ser el más moderno. Es el último que se construyó, y al unir su trazado con la calle Princesa arrasó el primitivo entramado de casas y pequeñas calles dejando el solar donde se levantó el primer rascacielos, que daría a Madrid su aire ingenuo de gran ciudad.

Quizá la plaza de España no empezó a ser plaza hasta el derribo en 1905 del enorme Cuartel de San Gil, que abrió un extenso erial entre los edificios. Si se hubiese llevado a cabo el proyecto que luego pensó el arquitecto municipal Jesús Carrasco en 1910, su aspecto sería ahora muy diferente; estaría cercada por nobles edificios oficiales al estilo de otras grandes plazas europeas, y habría un túnel con adornos barrocos horadando la montaña del Príncipe Pío para enlazar con la estación del Norte. De aquella idea solo quedó el nombre para la plaza y la propuesta de colocar un monumento a Cervantes en su centro. Después fue adquiriendo su ecléctica fisonomía a medida que brotaban los edificios y estructuras urbanas como un aparcamiento subterráneo, o como una estación de metro con una bóveda monumental por donde entraban y salían aquellos trenes blancos y rojos de faros redondos, que tenía escaparates y vitrinas a lo largo de los andenes y las escaleras mecánicas más grandes de Europa. Cuánto esplendor de pega para una plaza que luego se fue oxidando entre túneles, semáforos y edificios vacíos y polvorientos. 

Un coche de policía recorre muy despacio el paseo arbolado frente al quiosco, por la zona más sombría, hasta detenerse junto a la fuente al otro lado del monumento. Los bancos que la rodean están ahora ocupados por gente que mira sus teléfonos o echa de comer a las palomas, o que quizá espera a alguien para acercarse hasta otra plaza, a la verbena. Detrás, una pareja retoza sobre la hierba. Enseguida se encenderán las primeras luces. La verdad es que la Plaza de España parece un felpudo a los pies de la Gran Vía que ni siquiera hay que pisar para seguir hacia Princesa, una isla hostigada por el tráfico sin otra utilidad que amueblar con motivos cervantinos los retratos de los turistas. Y una vez más va a ser remodelada; la promesa es que en mayo dentro de dos años, en plenas fiestas de la ciudad, tendremos una Plaza de España nueva. Ojalá recuperara un poco su carácter primitivo y libre, cuando las huertas se ensanchaban hasta el prado de Leganitos y nobles o plebeyos venían aquí a tomar el fresco y ver marcharse la tarde. Como una idealización del futuro, en el proyecto de remodelación de Fernando Porras-Isla y Lorenzo Fernández Ordóñez que eligieron los madrileños aparece la plaza coloreada en un espacio luminoso y limpio con árboles, suaves caminos y bancos, con largos brazos y piernas verdes para poder llegar hasta el palacio y el río montando una bicicleta. Puede que entonces, en la gran área central que han previsto para eventos, también celebre aquí su verbena San Isidro. Bueno, a lo largo del tiempo a la plaza siempre le han prometido mucho. Por el momento Don Quijote y Sancho seguirán amueblando los retratos de los visitantes, sean nobles o no. Parece que en ese espléndido futuro que les espera girarán el monumento, y podrán darse la vuelta para mirar a la Gran Vía. Y se les ve contentos.


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