Diarios de Léautaud
Escribir un diario no es solo llevar un registro de tiempo, es una forma atenta de mirar cómo pasa la vida, lo que ocurre dentro y fuera de nosotros a cada momento, para ponerlo en palabras: es una representación de lo inmediato. En una de las fotografías que contiene el grueso volumen del Diario literario de Paul Léautaud que ha publicado Fuentetaja con traducción de Cecilia Yepes se ve al autor, con sus características gafitas y esas guedejas de pelo que brotan del gorro alborotadas, sosteniendo una palmatoria con la vela encendida y una mano en alto como si nos advirtiese de algo, con la misma actitud dramática de esas fotos que sacan a los actores en el momento culminante de su representación para promocionar la obra. No parece un escritor, parece un actor a punto de interpretar uno de esos arquetipos de Molière, por ejemplo. Y tras leer las páginas del diario, la imagen que va quedando de él es precisamente esa: la de un actor que representaba su propia vida desde el minucioso registro de sus días, escribiéndolos cuaderno a cuaderno, año tras año, hasta llenar diecinueve volúmenes.
Paul Léautaud nació en París en 1872 de la breve pasión entre un apuntador de la Comédie Française y una actriz que se marchó dejándolo al cuidado de su padre a los tres días de dar a luz. Gran parte de su infancia transcurrió bajo la mesa del comedor acompañado por el perro, entre la ausencia de su madre y la constante presencia de las amantes de su padre, cuya estrategia para seducir a aquellas mujeres que le gustaban por la calle era atraerlas enroscando la fusta en su cuello, según cuenta Roberto Calasso en Los cuarenta y nueve escalones. En 1901 coincidió apenas una semana con su madre en Calais, pero fue suficiente para despertar en él un enamoramiento sensual expresado en muchas páginas de sus diarios y también en la correspondencia que mantuvo con ella durante años como único contacto desde entonces, lo que quizá marcó su tardío despertar sexual y su obstinada misantropía. Aunque tuvo relaciones importantes como Marie Dormoy, que fue quien pasó a limpio y editó gran parte de sus diarios, vivía solo con sus perros y gatos —llegó a tener más de cincuenta—, a los que amaba intensamente, y a los que iba enterrando cuando morían en su pequeño jardín trasero. Desde muy joven trabajó como secretario de redacción en la revista literaria Mercure de France, donde también escribió implacables crónicas teatrales bajo el seudónimo de Maurice Boissard. Pero a Léautaud solo le interesaba escribir acerca de todo lo que tuviera que ver con él mismo.
6 de mayo (1903).— No soy nada brillante, en literatura. Primero, no consigo involucrarme del todo. Lo que se hace en torno a mí no me interesa lo suficiente. Lo noto cada vez más: solo me interesa una cosa: yo, y lo que me pasa, lo que he sido, en lo que me he convertido, mis ideas, mis recuerdos, mis proyectos, mis temores, toda mi vida. Tras esto, pierdo fuelle. Lo demás solo me interesa si tiene relación conmigo.
En sus tres primeras obras tratará de saldar las cuentas de su memoria: Le petit ami (1903), que dedica a su madre y sus sentimientos hacia ella; Amours (1905), relato de una de sus más complejas relaciones amorosas; y Memoriam (1906), donde repasa vivencias ante el cadáver de su padre. Y en sus diarios se entrega de lleno a su tema favorito: la vida; no la del pasado sino la del presente, la que transcurre cada día. En ellos su voz suena igual que si lo hubieras encontrado por la calle y quisiera contarte algo; todo lo que pensaba o sentía, todas sus experiencias, pasaban limpiamente al lenguaje. Y sus páginas, con todas esas vacilaciones, resultan fascinantes.
Lunes, 20 de enero (1908).— A este respecto, yo me pregunto cuál es exactamente mi tipo de espíritu. ¿El espíritu de las palabras?¿O un cierto don para contar divirtiendo, con naturalidad y franqueza? Un poco, el primero. Más bien, y sobre todo, el segundo. Gourmont, por citarlo solo a él de las gentes con quienes charlo libremente, me muestra a menudo que se divierte cuando yo le cuento alguna cosa.
La vida artística y literaria de París late en el diario como si todo estuviera sucediendo hoy. Matisse le regala un retrato que no le gusta porque no se reconoce en la rara efigie que ha pintado, es un retrato que puede ser también el de un personaje imaginario, surgido de las meditaciones de Matisse, comenta, y por eso valora la posibilidad de venderlo cuando Matisse, que entonces ya es un cotizado pintor, desaparezca. Por aquí pasan Anatole France, Emile Zola, André Gide, Apollinaire, Mallarmé, Paul Verlaine, Marcel Schwob. Y también Paul Valéry:
29 de noviembre.— Valéry ha venido a buscarme esta tarde a mi casa, después de cenar, para ir a dar un paseo. Mientras me preparaba, ha cogido una hoja de papel y ha escrito:CuentoA Paul LéautaudHabía una vez un escritor (que escribía).Valéry.
Pero Léautaud solo tuvo un ídolo a quien adorar: Stendhal, a quien vuelve una y otra vez, y ante cuya prosa cualquier comparación con sus coetáneos, con él mismo, le resulta inútil. Duda permanentemente acerca de sus aptitudes como escritor, mientras reflexiona sobre sus asuntos domésticos, sobre la revista, sobre París, sobre la guerra que comienza y arrasará Europa.
Viernes, 1 de septiembre (1939).— Hitler ha atacado Polonia, en plenas negociaciones, puede decirse. Hoy, movilización general inglesa y francesa. Italia no se mueve y los dos compadres lo tapan con una carta de Hitler a Mussolini informándole de que no necesita su concurso.
A partir de 1940 aparecieron en revistas algunos fragmentos de sus diarios, sin demasiada repercusión. Solo alcanzó una popularidad inaudita, años después, como estrella radiofónica del programa de Robert Mallet. Entre 1950 y 1951, el periodista le hizo cincuenta entrevistas donde el autor confiesa que lo que más le gusta de la vida es escribir y sentarse en un sillón a leer, y opina con su habitual desparpajo y cinismo acerca de cualquier tema candente en la actualidad de entonces. El conjunto de estas charlas se recogería después en un libro que agotó enseguida varias ediciones. En vista del éxito, Mercure recuperó y empezó a publicar en tomos su Journal Litteraire, y Léautaud, que había sido tachado en su día de moralista por Malraux, fue considerado un inmoral por ciertas páginas donde revela detalles de su vida sexual, lo que le impidió acceder al premio Goncourt en un par de ocasiones. No le importó porque, como afirma en el diario, consideraba una aberración el hecho de que se premiase a la literatura con nada.
En casi todas las imágenes del volumen Léautaud aparece ya viejo, con sus anteojos y su aire de loco en una casa desvencijada y sucia, absorto en sus papeles o en sus libros amontonados de cualquier forma, o rodeado de gatos. Son fotografías para un reportaje de Paris Match tomadas en 1954, dos años antes de su muerte, por el gran fotógrafo lituano Izis, que retrataba para la revista a personalidades y grandes artistas de la época. Es probable que entonces algunos pensaran que un simple escritor de diarios no debiera formar parte de tan selecto club. Léautaud nunca se interesó por esas cuestiones de la fama o la gloria que tanto preocupaban a sus colegas, ni persiguió consumar una obra novedosa o sublime. Solo estaba convencido de que la literatura no se encuentra en el destello de las prosas bruñidas, ni en el efectismo de historias sabiamente pergeñadas, sino en el lento proceso en el que la escritura busca las palabras precisas para poder expresar la vida. Y por eso dedicó la suya a observar el transcurrir de sus días, sin énfasis o artificio, con tesón, como si nunca terminase de alcanzar aquello que se había propuesto. Como si no hubiera otra forma posible de escribir.
Noche del 2 al 3 de enero (1952).— Habiéndome levantado esta noche, a las cinco y media, para volver a encender el fuego, he aquí lo que he pensado: ¿qué es un hombre que lleva un diario? Un charlatán, un coleccionista de palabras, de anécdotas. No requiere ningún talento. Nada de un creador. Es como decir cero. Prueba de la decadencia actual, que se extiende hasta la literatura, es la cantidad de gente que escribe hoy su diario. Podría añadir esto a los prejuicios literarios del viejo Edmond de Goncourt, con su Academia y su Premio. En mi caso puedo considerarme al margen. El primer texto de mi Journal es del año 1893. Tenía veinte años.
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