La vida por delante
Retrato de Calle (Valentín Vega, Sotrondio 1948) |
Publicado en El Asombrario, 30/01/2017
Quizá nunca hablamos tanto del tiempo que se va como cuando cambiamos de año. Cerramos la puerta al que se marcha, y nombramos al nuevo invocando un futuro que será mejor que el que ya gastamos en estos meses. ¿Y qué clase de futuro habrían imaginado en 1948 las dos niñas que caminan por una calle de Sotrondio, con sus paraguas en la mano, si alguien les hubiera pedido que invocaran el año 2017? Me lo pregunto observando la imagen que captura ese instante antiguo, en la muestra dedicada al fotógrafo asturiano Valentín Vega en el Museo Antropológico de Madrid. Las niñas van cogidas del brazo igual que hacían entonces las mujeres; debía de ser una tarde fresca al final del verano porque el empedrado brilla como por una lluvia reciente y las niñas llevan rebeca sobre el vestido de rayas. Las dos llevan vestidos de rayas, paraguas de rayas, y lazos en el pelo primorosamente recogido. Las dos sonríen como si pudieran ver un futuro hermoso, con una sonrisa inocente y esperanzada. La exposición se llama La vida por delante, pero en realidad nos habla de la vida que dejamos atrás.
La muestra recorre los años, entre 1941 y 1951, en los que Valentín Vega trabajó como fotógrafo ambulante después de pasar tres años encarcelado por su militancia política. Su padre era aficionado a la fotografía y tenía su estudio en la buhardilla de la casa familiar, lo que debió de influir en sus cuatro hijos varones que se ganaron la vida como fotógrafos. España era un país muy pobre que acababa de salir de una guerra, pero los fotógrafos se beneficiaban de una gran demanda de retratos porque, como contaba Vega, en la posguerra todo el mundo necesitaba un carné. Él recorría los pueblos de la cuenca minera asturiana con su Leica y su bicicleta, que a veces aparece, apoyada contra algún árbol, en sus panorámicas de paisaje. Hacía retratos que luego exhibía para venderlas en los escaparates de los comercios locales. Las pequeñas cámaras Leica habían popularizado la foto instantánea y la figura del fotógrafo ambulante, que aprovechaba la nueva fascinación que ejercía la fotografía y abordaba a los paseantes en las calles, en los parques, en las playas, ofreciendo sus retratos y aventajando con su movilidad a los “fotógrafos al minuto”, los minuteros, con sus pesadas cámaras de caja oscura sobre trípode y su catálogo de fondos pintorescos para adornar el retrato. Las fotos de Valentín Vega están adornadas de espontaneidad, y en ellas todo el mundo sonríe. Puede que el fotógrafo tuviese una especial empatía con los retratados; su mirada es la de quien ve más allá de cada rostro, como si al disparar la cámara captase también la revelación del tiempo que le hablaría en el futuro de su propia memoria.
Todo en las fotografías de Valentín Vega cuenta un relato: el oscuro espejo que le refleja enfocando a la mujer rubia tras la barra de Casa Rosario; la luz sobre la mano que extiende el mendigo al borde del camino en La Pola de Laviana; los estantes vacíos de materiales en el taller de bicicletas; la cuerda que sostiene el pantalón mugriento del guaje minero; los diminutos pies descalzos de esas niñas con el saco de carbón en la cabeza; el polvo en los pantalones y los zapatos abarquillados de los hombres; la raya en el pelo de los escolares; los mandiles blancos de las pescaderas; el dedo que apoyan sobre la brillante hebilla del uniforme los guardias municipales; la pintada en el muro tras la mujer con ropa de luto: “En la Falange no tienen sitio ni los cobardes ni los timoratos.” Pero la mujer sonríe.
Había setenta y seis mil negativos, en rollos de 35 milímetros, guardados en la carbonera de la casa familiar dentro de una masera de hacer pan, cuando fueron adquiridos en 1997 a la muerte Vega para los fondos del Museo del Pueblo de Asturias. Los responsables del museo habían hablado con él dos años antes, y parece que le sorprendió el interés que pudieran tener esas instantáneas tomadas en sus años de fotógrafo ambulante en bodas, comuniones o desfiles, en escuelas, mercados, bares o fiestas, a pie de calle. El fotógrafo Juan Manuel Castro Prieto, que sería después Premio Nacional de Fotografía en 2015, fue uno de los encargados de positivar aquellos negativos de Vega. Hasta hace un par de semanas se podía ver en Tabacalera su exposición Cespedosa, una serie de doscientas fotografías sobre el pueblo de sus padres donde el autor reconstruía su historia y la memoria del lugar, que fui a ver justo cuando terminaba el año. En las bellísimas imágenes de Castro Prieto el tiempo deja a su paso escenarios dormidos y polvorientos, habitados por la melancolía. Las fotografías de Valentín Vega rescatan la memoria de instantes donde nos reconocemos, porque en ellos parece estar aún latiendo la vida.
Un instante fotografiado solo puede adquirir significado en la medida que el espectador pueda leer en él una duración que se extiende más allá de sí mismo. Lo dice el escritor y crítico de arte John Berger, que murió apenas comenzado enero, en Otra manera de contar, el libro que escribió con el fotógrafo suizo Jean Mohr donde ambos reflexionan acerca de la fotografía como arte y la tensión que las imágenes establecen entre el momento capturado y el relato del tiempo que representan. Cuando las miramos, dice el autor, lo que buscan nuestros ojos es una revelación. Una fotografía es una narración rota. Quizá por eso, contemplar las imágenes de un tiempo que se ha ido nos llena de la melancolía: contienen la revelación de nuestra intrascendencia, el significado de ese futuro que invocamos cada nuevo año y que también nosotros dejaremos atrás.
Museo Nacional de Antropología
Hasta el 12 de marzo
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