Turbación Hitchcock



Proyección de Psicosis en la exposición




Publicado en El Asombrario, 10/10/2016



Hay una sala en la exposición Hitchcock, más allá del suspense, en el Espacio Fundación Telefónica de Madrid, dedicada en exclusiva a la famosa secuencia del asesinato en la ducha de Psicosis (1960), la obra maestra de Alfred Hitchcock. Se proyecta sobre la pantalla que llena una sala en penumbra con baldosines blancos, a la que se accede desde una gruesa cortina de plástico translúcido como si entraras en la ducha. Allí, muy cerca de tus ojos, Janet Leigh se desprende de una bata de raso, entra en la bañera y echa su cortina de plástico translúcido y de pronto estás ahí dentro, con ella, cuando desenvuelve el jabón y acciona el grifo y brota un aguacero manso sobre la cámara —¡sobre la cámara!—, y Janet lo recibe con tanto placer que se le escapa una sonrisa, no deja de sonreír cuando frota su piel con la pastilla de jabón bajo el agua —¿estaría Alfred contándole algo gracioso, metido allí con ella, contigo, en la bañera?—; entonces la cámara ocupa el lado opuesto —pero cómo, ¿no había una pared?— y vislumbras una figura que ha abierto la puerta, que se acerca y abre la cortina, con violencia, y de pronto esa vieja sin cara comienza a acuchillar salvajemente a Janet, tan cerca de ti, mientras unos violines enloquecidos se confunden con la intensidad de sus gritos y con el sonido atroz de cada cuchillada que atraviesa su carne o que atraviesa la tuya. Tan súbito como apareció, la figura se marcha y Janet extiende su brazo como si te pidiera auxilio, después cae agarrándose a la cortina y su sangre tiñe el agua que corre por el sumidero en un remolino redondo, como su ojo, que está muerto como ella pero ahora ocupa, a un tamaño increíble, toda la superficie de la pantalla. 

Hitchcock tardó siete días en rodar esta secuencia de cuarenta y cinco segundos, colocando la cámara en setenta posiciones distintas. Quería impresionar al espectador con el asesinato de la protagonista apenas transcurrida la primera parte de su película. Aunque la he visto muchas veces me impacta más aquí en la exposición, quizá porque la pantalla es grande y lo que en ella sucede está tan cerca, o porque estoy sola en la penumbra de la sala, traspasada por ese coro de violines agudos que se inventó el compositor Bernard Herrmann para adornar tanta violencia, y por el sonido de las cuchilladas, como tijeretazos, con la piel erizada como la de Janet en la ducha. Y me doy cuenta de que es imposible ver esta pieza magistral de cine sin sentir, sin sentirla de una manera física. Todo en ella está medido, cuidadosamente planificado, como revelan los dibujos del storyboard que se exponen en una pared contigua. 

En Psicosis, el argumento me importa poco, los personajes me importan poco, lo que me importa es que la unión de los trozos de la película, la fotografía, la banda sonora y todo lo que es puramente técnico consiga hacer gritar al público. (…) No es un mensaje lo que ha intrigado al público. No es una gran interpretación lo que lo conmueve. No era una novela muy apreciada la que lo cautiva. Lo que emociona al público es la película pura.

Lo dice Hitchcock en la entrevista de cincuenta horas que le hizo François Truffaut en 1962 para desentrañar su manera de filmar: un control total y absoluto de los elementos y las técnicas cinematográficas con el objetivo de manipular a su antojo la emotividad del público. El director inglés ya había triunfado —Psicosis, rodada con un equipo sencillo de televisión, había costado ochocientos mil dólares y llevaba recaudados trece millones—, pero la crítica norteamericana no valoraba su obra y veía en ella objetos de mero entretenimiento. Hitchcock debía de estar dolido, quizá por eso dedica tantas horas de su precioso tiempo a contestar las quinientas preguntas del joven cineasta francés cuya película La noche americana le ha interesado tanto. En una película de este tipo, añade Hitchcock sobre Psicosis, la cámara es la que hace todo el trabajo. Por supuesto que no se obtienen necesariamente las mejores críticas, pues las críticas solo se interesan por el guión. Hay que programar la película igual que Shakespeare construía sus obras de teatro: para el público. Truffaut tardó cuatro años en transcribir y ampliar la entrevista, publicándola en 1966 en un libro que reafirmó el papel creador de Hitchcock y que hoy es un clásico, y en cuyo prólogo describe al genio inglés como “un hombre vulnerable, sensible y emotivo, que sentía profundamente, psíquicamente, las sensaciones que desea comunicar a su público.” 

En uno de los monitores de la exposición Hitchcock reitera esta idea sobre la construcción dramática de una película por medio de la técnica, durante una entrevista emitida en los años cincuenta por el canal de televisión canadiense Telescope. Una obra dramática es como la vida pero sin partes aburridas, dice en blanco y negro con su habitual gesto adusto, y el dramaturgo es más importante que el novelista porque hace vivir la historia. Y vuelve a referirse a los críticos, de quienes dice que solo ven imágenes y que una película no es el argumento, sino lo que hacemos con él. El cine entendido como literatura, pienso, y los fotogramas como lienzos sucesivos para trazar emociones plásticas. Todo es pura estética en Hitchcock: sus oníricos planos de detalles gigantes —manos, ojos, vasos o cuchillos—, la composición teatral y la coreografía exacta de sus acciones, sus espacios arquitectónicos, el vestuario elegante y la hierática belleza de sus actrices rubias, que besan apasionadamente al hombre, una y otra vez, desde un semicírculo de monitores en otra de las salas de la muestra. Sus labios rojos se entreabren en primer plano y el espectador casi puede besarlas, o besar con ellas: Grace Kelly, Kim Novak, Tippi Hedren. Hay mucha tensión en estos besos fríos, un suspense sexual que el director cargaba en sus personajes femeninos: mujeres que no parecen ir a entregarse nunca y que de pronto atraen al hombre hacia ellas y lo besan con fruición olvidándose del objetivo de la cámara durante unos segundos interminables. 

Para Hitchcock las mujeres más interesantes eran las británicas, con su estilo relamido y distante. El sexo no debe ostentarse —le dijo a Truffaut—, una muchacha inglesa, con su aspecto de institutriz, es capaz de subir con usted a un taxi y desabrocharle por sorpresa la bragueta. Él admiraba a Ingrid, adoraba a Grace, y le obsesionaba Tippi, que terminaría revelando hace unos años el acoso al que el director la sometió durante el rodaje de Los pájaros. Quizá por eso en sus películas la actriz tenía ese gesto huidizo, esos ojos muy abiertos como de animalillo asustado. También se recrea en la exposición la angustiosa secuencia en la que una multitud de pájaros furiosos ataca a Tippi Hedren en la buhardilla. Siempre que veo esta película me llama la atención su imagen cuando la sacan en volandas de la casa; no tiene el semblante de alguien que está interpretando un papel, sino la expresión que tendría una persona real, aterrorizada por la violencia ejercida sobre ella y dolorida por los picotazos de los pájaros durante las complicadísimas tomas que, como era habitual en Hitchcock, estaban escrupulosamente planificadas. Solía vanagloriarse de que al final apenas le sobraban metros de película rodada; los productores debían de adorarle.

Puede que el director le diera a Tippi esos papeles de hija torturada o frígida, como en Marnie la ladrona, para vengarse o exorcizar algún trauma propio; su padre era criador de pollos y él tenía especial aversión a los huevos. En Atrapa a un ladrón hay una escena en la que Jessie Royce Landis, que interpreta el papel de la madre de Grace Kelly, despachurra con fuerza un cigarrillo en la yema del huevo que hay en su plato. Aunque puede que solo fuera otra de sus bromas, esa afición que tenía al humor inoportuno o macabro y que la crítica llamó “el toque Hitchcock”: ciertos gags que a veces interrumpen con una nota cómica el momento álgido de una escena de suspense, o sus inesperadas apariciones en los primeros minutos de muchas de sus películas. Hitchcock es un precursor del selfie, quién lo diría. 

Aunque también esta exposición incida en ello, la genialidad de Hitchcock no es solo el férreo control sobre la parafernalia de una película o su osadía con algunas técnicas de rodaje, sino su pasión por las historias; disfrutaba contándolas para asombrar al interlocutor. Cada vez que le entrevistan, Hitchcock cuela montones de ellas: anécdotas cotidianas o intrascendentes donde de pronto ocurre algo que sorprende a quien lo escucha. Lo esencial, repite siempre, es conmover al público, y la emoción nace de la forma de contar la historia, de la manera de yuxtaponer las secuencias. Su especial habilidad para sostener la atención y la tensión de la historia le convirtieron en el rey del suspense. Sin embargo, solía lamentar que fuera esto lo único que todo el mundo veía en sus películas, sin comprender la emotividad que contienen. Esa turbación que provocan no tiene que ver tanto con lo sentimental como con el latido que te arrancan, porque Hichcock utiliza el suspense no solo para potenciar el interés en lo que cuenta, sino como recurso poético para tocar con sus dedos el corazón del espectador. De toda su filmografía, quizá fue en Vértigo donde estuvo más cerca de lograrlo.

Un panel de la exposición revela cómo tras ver Blow Up de Antonioni a Hitchcock le preocupaba haberse quedado antiguo, estar haciendo un cine desfasado que no interesara al público nuevo de sus últimos tiempos. Yo crecí con las reposiciones de aquellas series televisivas que él mismo presentaba haciendo alguna de sus burlas esperpénticas sin perder el gesto, y vi sus películas en un televisor tan barrigudo como él, y me pregunto qué encontrarán hoy en ellas los espectadores más jóvenes, si sentirán la misma conmoción que nos asaltó la primera vez que vimos Psicosis o Los pájaros. Daría lo que fuera por poder volver a verlas por primera vez, y volver a sentir lo que sintió la que yo era entonces. En el prólogo de su libro de conversaciones con Hitchcock, Truffaut afirma convencido que sus películas seguirán difundiéndose por el mundo, desafiando al tiempo y rivalizando con las producciones nuevas, y cita a propósito a Jean Cocteau cuando hablaba de Proust: “Su obra continúa viviendo como los relojes en las muñecas de los soldados muertos.


Hitchcock, más allá del suspense
Espacio Fundación Telefónica
Fuencarral 3, Madrid
De martes a domingo, de 10.00 a 20.00 h
(Hasta el 5 de febrero de 2017)




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