La luna y la uva
Publicado en El Asombrario, 10/10/2016
Siempre que cruzo La Mancha, los viajes de infancia vuelven a las ventanillas: una película desteñida en la que solo sale una monótona llanura salpicada de gasolineras abandonadas y pueblos feos que la carretera parte en dos, donde las calles tienen nombres de generales y los talleres mecánicos se llaman Cervantes. Aquí parece que España se alarga y se pierde hasta caerse y que, allá lejos, aún tendrá su piel cubierta de vides. Mientras avanzo todo pasa inmóvil salvo las líneas de arbustos despeinados y verdes en los viñedos, misteriosamente ordenados, que desfilan junto al coche igual que los batallones de un ejército. El sol ha estado sobre ellos tres mil horas a lo largo del año y nadie los ha regado, pero entre sus frondosas hojas pesan los racimos que han engordado indiferentes y prietos como si hubieran bebido mucho hinchando sus carrillos, mientras esperaban la vendimia.
Hace ya rato que se está yendo la tarde. Bajo la manta opaca del cielo se presiente la respiración de miles de vides madurando en las 400.000 hectáreas que forman en La Mancha la región vitivinícola más extensa del mundo, repartida entre Albacete, Ciudad Real, Cuenca y Toledo. Hay más de 250 bodegas y cooperativas por toda la región, algunas muy grandes y conocidas, pero yo he venido hasta Albacete a una pequeña bodega familiar cerca de Villarrobledo, donde a partir de distintas variedades de uva elaboran vino ecológico. Esto supone que el viñedo respeta los ciclos naturales y no está tratado con fertilizantes químicos ni pesticidas; hasta donde es posible, me dicen, dejan que las plantas desarrollen sus propios sistemas de defensa, que se hagan fuertes. Algunos viticultores plantan rosales en las cabeceras cuya salud indica si el campo sufre el ataque de alguna plaga. Aunque hace años que en muchos viñedos ya se practicaba la agricultura ecológica, y que en bodegas como esta se elaboraba vino natural, la normativa española para la denominación específica en las etiquetas de vino ecológico data solo de 2012, y aparte de los requisitos en la crianza de la uva, ha servido para regular el mínimo de aditivos químicos o conservantes, los sulfitos, que se añaden después al vino. Pese a todo, los productores ecológicos se quejan de que la normativa aún no obliga a especificar en la etiqueta la cantidad de sulfitos que se han añadido, cuyo porcentaje suele ser muy elevado en los vinos producidos industrialmente por las grandes bodegas.
Tras el intenso calor que hizo durante el día, la tierra desprende un olor viscoso a arcilla mojada, aunque hace más de tres meses que no llueve por aquí. Enseguida la luna llena se va asomar y pondrá su mano blanca sobre las plantas, fatigadas este año por la falta de lluvias y casi al borde del estrés hídrico que podría frenar la maduración de los frutos, me dicen. Plantas con estrés. Sin embargo, es mejor que no llueva, me explica Sebas, el enólogo, porque aunque hubiera aumentado el volumen del fruto, el agua hubiera diluido sus azúcares alterando el sabor. Tras tomar varias muestras de uva por todo el viñedo, él decide cuándo es el momento apropiado para la recolección: cuando la maduración biológica y enológica de la uva coinciden. Y anuncia que la cosecha de este año, aunque más escasa, será excelente.
Los viticultores afirman que las vides tienen memoria, que su savia recuerda el tiempo y el modo de anteriores vendimias y que cuando presienten que ha llegado su momento se retienen. Aquí la vida va tomando sus propias decisiones y los agricultores las respetan para recoger lo que la tierra les da. Todo tiene su gravedad sobre esta costra pedregosa: las plantas y los animales, y hasta las cosas parecen tener sus propios recuerdos. Las viñas nos están esperando, y es como si todo el campo contuviera su temblor imperceptible bajo la luna llena. El aire es ahora muy fresco y por eso se vendimia en una noche como esta en la que el salto térmico respecto al día es máximo, para que los racimos cortados se mantengan intactos durante su viaje. La planta sufre menos, me explican, y además el calor aceleraría el proceso de fermentación antes de poder controlarlo. Hay algo solemne en la manera en que comienzan a preparar todo en torno a las diez y media con gestos precisos y sin hablar, cuando encienden los focos exteriores de la bodega, revisan la limpieza de las tolvas o extienden las gruesas mangueras que llevarán el mosto directo hasta las cubas, mientras yo juego con la pareja de perros grandes que guarda la finca.
—Buenas noches.
La sombra alta de Florín, el capataz rumano, atraviesa la penumbra del camino hacia la nave donde está la vendimiadora. Cuando viene conduciéndola, es como si hubiera liberado a un monstruo fabuloso que avanza en la oscuridad con el vientre abierto y la boca llena de luces, y se hubiera sentado en lo alto de su frente para poder dominarlo. Y me acuerdo de pronto de aquellos dibujos animados japoneses donde un robot gigante gobernado por un chico peleaba contra otras máquinas para salvar al mundo.
Nuestro imaginario de ciudad tiene su propia secuencia acerca de la vendimia: imágenes como de anuncio donde campesinos sonrientes con camisas blancas y cestos cortan bajo el sol uno a uno los racimos, para arrojarlos a una marmita grande donde luego los pisan con la ropa remangada y los pies descalzos. Aquí, más allá de la negrura que envuelve al viñedo, solo se divisa la mole iluminada de la vendimiadora que irrumpe en el silencio de la noche yendo y viniendo por los lineales de espalderas, zarandeando con violencia las plantas para arrebatar los frutos que nadie va a pisar. Un pequeño volquete ha ido tras ella y viene hasta la bodega con el primer cargamento que echa en la tolva. Enseguida, por la cinta transportadora empieza a desfilar una amalgama de uvas con hojas, raspas, palos y hasta alguna langosta rubia de tamaño desconsiderado que probablemente dormía cuando se la comió la máquina. Con las manos enfundadas en guantes de caucho vamos quitando todo esto de los racimos, y apartamos también los que no han terminado de madurar y tienen granos verdes —las uvas agraces, que darían al vino un sabor herbáceo— antes de que caigan a la estrujadora: una especie de cilindro largo con un tambor que los centrifuga y los comprime hasta extraer el mosto. El color del vino depende de este prensado: si la uva se estruja con su piel negra —el hollejo— será tinto, si solo se extrae el jugo de su carne pálida será blanco. Con evidente orgullo artesano, me explican que al contrario de lo que ocurre en un proceso industrializado donde todo se prensa y llega al mosto, la selección y limpieza de los racimos mejorará el sabor del vino y potenciará sus cualidades innatas, y que además en la industrialización se añaden aditivos y conservantes responsables de que al beber un poco más de la cuenta, aquel te provoque resaca y este no. Y esta cronista puede dar fe de que esto último es cierto.
Va transcurriendo la noche. Cada una de las veces que ha venido el volquete con un cargamento de uva, que se ha despalillado y estrujado, Sebas ha tomado una muestra en un vaso para medir el PH, la densidad y el grado de azúcar del mosto que va llenando uno de los grandes depósitos de acero de la nave; es importante que no sea muy elevado, dice mientras lo probamos. Es dulce, delicioso. Allí empezará a fermentar durante días, lentamente, decantando partículas o residuos al fondo de la cuba. En dos o tres meses se hará el trasiego a otro depósito limpio para clarificarlo, desechando la parte que baña los posos, y entonces, para buscar la personalidad y catadura del vino de este año, pueden jugar a mezclar los diferenes mostos que ha dado la vendimia: tempranillo, syrah, cabernet, macabeo. Hacer el coupage, lo llaman. De ahí pasará a las barricas de roble americano o francés para dormir en la oscuridad de las cavas durante meses, y el tiempo, como hace con nosotros, lo hará madurar y envejecer, pero después lo dejará vivir un poco más encerrado en una botella.
Cuando la vendimiadora hace el último viaje y regresa hay una línea de luz pálida, muy breve, que empieza a desplegarse al borde del horizonte anunciando la madrugada. Al callar todas las máquinas el silencio se hace sólido, y con sus manos me aprieta fuerte los oídos. Hacía rato que ya no conversábamos como al principio ante la cinta de la despalilladora. Los perros duermen ovillados entre los setos, junto al muro de la casa. Cuando yo me voy a dormir aún se quedan allí limpiando y recogiendo la turba de hollejos, palos y hojas que ha escupido la estrujadora, porque mañana por la noche todo empieza otra vez, y otra vez también la siguiente; y así hasta que las vides, exhaustas como ellos, les entreguen hasta el último de sus racimos.
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