El abrazo animal
Publicado en El Asombrario, 01/08/2016
Anochece y, como otras veces, voy con Álex hasta el río. Hoy ha hecho tanto calor que el agua, aún reverberante, parece una lengua seca. La de Álex cuelga de su boca mientras jadea, seguramente de felicidad: sabe que iremos a las praderas, donde otros perros llevan ya un rato jugando. Quizá por eso va mirando al frente, concentrado en el camino que tenemos por delante. Me pregunto cómo será ser él, ver desde su altura la confusión de piernas, autobuses y coches que pasan feroces ante su hocico cuando nos detenemos en el semáforo; todo ese ámbito de ruidos, voces y olores, de manos que le tocan. Me pregunto qué sentirá a través de lo que siente.
Un animal no siente porque carece de conciencia, dijo Descartes, que en su rechazo a la idea de que los animales tuvieran alma erigió al ser humano en señor y propietario de la toda naturaleza. Para rebatir esta clásica teoría antropocéntrica desarrolla una intensa conferencia la escritora Elisabeth Costello, el personaje creado por el autor sudafricano y Premio Nobel John Maxwell Coetzee, en la novela del mismo nombre. La conferencia, una de las que reúne el volumen, lleva por título Las vidas de los animales, y al comenzar la escritora expresa su intención de omitir “el poder retórico de evocar los horrores” a los que sometemos a los animales en nuestras granjas industrializadas, en los laboratorios, en los barcos o en los mataderos, aunque también declara que esos horrores innombrados serán el asunto central de su parlamento. Elisabeth es una mujer australiana de mediana edad, atea, vegetariana, cuyas convicciones están en el origen de su aparente fragilidad, y a veces se diría que también de su incipiente cansancio. En sus exposiciones los razonamientos nunca son concluyentes: van de un asunto a otro persiguiendo las pruebas de su investigación, lo que suele dejar a su público desconcertado porque al final, en vez de atrapar un puñado de axiomas o tesis, solo alcanza preguntas que rondarán su cabeza durante días. Así, evitando ese fácil recurso de la descripción de nuestras crueldades para ilustrar su charla, los argumentos de la escritora van de Descartes a Dios y de Dios a Kafka, de Aristóteles a Santo Tomás o a Kant y de ahí a Treblinka y al universo entero, para preguntarse por qué el hombre se arroga el derecho a ser el centro del universo y a creerse tan próximo a Dios, cuando si lo estuviera, dice, no llevaría siglos tratando de descodificar con su razonamiento las leyes que rigen el mundo. Ese mundo que compartimos con todas las demás criaturas, pienso observando los juegos de Álex con los otros perros mientras la noche se derrite sobre las farolas del paseo.
Hace unas semanas, Coetzee vino a Madrid a impartir una conferencia en el MNCARS que puso el broche a los actos de Capital Animal, la plataforma surgida este año para recordarnos desde la creación artística lo traumatizante que resulta la acción humana sobre el mundo de los seres vivos. Fui a escuchar a Coetzee con un punto de devoción porque amo sus libros, y porque amo además a Elisabeth Costello, esa inteligente persona acosada por sus contradicciones y profundamente sola respecto a su mundo y al mundo en general, al que suele observar con cierta pesadumbre. La enorme sala rebosaba de público deseoso de ver en persona a un autor tan tímido y esquivo con los medios, pero el silencio cayó como lápida en cuanto apareció en el escenario y el profesor José Carlos Miralles inició su presentación, en la que mencionó la devoción del nobel por Platero y yo, el libro-poema de Juan Ramón Jiménez que tanto releí en mi infancia. Yo adoraba de niña a ese burro de algodón, con sus ojos como cristales de azabache, y el dato me unió emocionalmente a alguien que siempre está tan emocionalmente distante en sus textos, con esos narradores asépticos y fríos que abren en canal a los personajes como si estuviesen en una mesa de disección, y los instala en esos ámbitos igual de despojados, casi metálicos. Era excepcional ver allí a Coetzee con su traje oscuro y su rostro inexpresivo y pálido acercándose al atril un poco bamboleante, sin dedicarnos una sola mirada, tras ser advertidos de que no podríamos salir o si salíamos no podríamos volver a entrar, y que estaba prohibido grabar la conferencia, y que solo al final tendríamos derecho a réplica en un breve turno de preguntas porque el señor Coetzee estaba cansado. Pero después me olvidé de él, porque cuando empezó a leer lo que dijo ser el fragmento en primicia de su próxima obra, quien estuvo allí durante más de una hora yendo y viniendo como es habitual de Heidegger a Descartes, de las garrapatas a las cabras, de las granjas a los campos de exterminio, fue Elisabeth Costello. Ella misma, encarnada en ese hombre inexpresivo y delgado con traje oscuro que leía sus apuntes dispersos para una conferencia.
La crítica no se ha cansado de repetir que la escritora australiana Elisabeth Costello es un trasunto del escritor sudafricano Coetzee. Lo cierto es que el autor parece más reconocible en este personaje que en los que ha creado de sí mismo en su famosa trilogía autobiográfica: el niño de Infancia, el joven de Juventud y el fallecido escritor de nombre Coetzee en Verano. Por eso, es posible que no fuese yo la única en aquella sala que contuviera la respiración contemplando a la Costello frente al atril persiguiendo, con su característica vehemencia, argumentos para desmontar la afirmación de Descartes como aportación personal a las jornadas animalistas. ¿Tienen mente los animales o solo se dejan llevar por sus apetitos e instintos? ¿Por qué suponemos que la selección natural favorece la evolución de la conciencia, y que por eso somos la forma viva preferida? ¿Por qué nos creemos dueños de sus vidas? ¿Qué clase de especie somos, practicando no solo con ellos sino también entre nosotros la explotación o la esclavitud? ¿Qué hay de nuestras campañas de exterminio a lo largo de la historia; es eso evolución de la conciencia? La garrapata, ese animal que solo sigue su apetito de sangre, permanecerá cuando la humanidad se extinga. En ocasiones también nosotros cedemos a nuestros apetitos, vivimos la vida de los sentidos y luego volvemos a la vida de la razón. Es, dijo, un titileo de la razón, mientras el cuerpo se entretiene. El titileo de la razón. ¿Somos animales en esas ocasiones? El animal siente dolor pero no sabe sufrir, dice Descartes. Si nos aceptamos como organismos con un apetito que necesita ser satisfecho, y si sabemos sentir el dolor, porque tenemos conciencia de ello, entonces podemos sentir el dolor que infligimos a los animales poniéndonos en su lugar, entendiendo su sufrimiento. La compasión no es suficiente, dijo Elisabeth, la empatía es la respuesta apropiada: una empatía compasiva que promueva nuestro respeto hacia ellos, y que nos mueva a protegerlos, a dejar de disponer de sus vidas como si fueran juguetes para nuestro entretenimiento, o productos listos para la venta en los estantes de nuestros supermercados, o máquinas expendedoras al servicio de nuestra depredación consumista.
Estas cuestiones, lanzadas aquel día en la conferencia, están también en La vida de los animales, donde Elisabeth Costello se pregunta si tenemos algo en común (razón, autoconciencia, alma) con el resto de los animales, y si de no ser así tenemos derecho a hacer con ellos lo queramos: encerrarlos, matarlos, experimentar con sus cuerpos. Luego la escritora provoca la irritación del público al acudir al símil de los campos de concentración, donde lo que nos horroriza no es que los asesinos trataran a sus víctimas como animales pese a compartir su condición humana; lo horrible, dice, es que no se pensaran a sí mismos en la situación de las víctimas: ¿cómo sería si estuviese yo ahí, cómo sería si me quemasen y mis cenizas flotasen luego en el aire? Cerraron sus corazones, dice, que es donde albergamos la facultad de compartir o ponernos en el lugar de un ser ajeno.
Cuando acabó su conferencia en Madrid, Elisabeth Costello regresó al cuerpo de su creador Coetzee, dobló sus papeles y abandonó el atril para volver despacio y bamboleante hasta su silla. En el turno de réplica, dos o tres personas trataron de ordenar sus ideas haciendo preguntas confusas que nadie entendió. Luego se dio por finalizado el acto, y en contra de lo que esperábamos, dejó que el público se acercara a saludarle o a firmar sus libros. Supongo que se puso en el lugar de quienes habíamos acudido tan ansiosamente a escucharle.
En su novela Desgracia, Coetzee cuenta el derribo social y personal de David Lurie, un profesor de universidad que lleva una existencia tranquila y respetable. Tras una serie de desgraciados avatares que destrozan por completo su vida, Lurie termina alcanzando algo así como su redención trabajando en una perrera, donde su misión es ayudar a que los animales abandonados tengan una muerte dulce antes de ser sacrificados, darles algo de amor, de compasión, en los últimos instantes de su vida. Me acuerdo de pronto de esta novela mientras observo cómo Álex se rasca con fruición el cuello. ¿Cómo será ser él?, vuelvo a preguntarme. A menudo me inclino y le abrazo (su tamaño me lo permite) para demostrarle mi afecto. Creo que sabe lo que siento por él, porque los animales a su modo entienden nuestras emociones, nos conocen y conocen el mundo desde su conciencia primaria. Quizá lo único que diferencia su alma de la nuestra sea que ellos no ansían ninguna revelación, ninguna razón para estar aquí, para ser lo que son. Ellos simplemente viven y habitan el medio que les ha tocado en suerte, igual que hacemos nosotros.
“Todas las criaturas son cruciales para todas las demás criaturas. Un perro sentado al sol y lamiéndose se convierte en un momento dado en receptáculo de una revelación. Y tal vez dice la verdad, tal vez en la muerte de nuestro Creador (“nuestro Creador”, digo), donde nos revolvemos como si estuviéramos en el canal de un molino, nos entremezclamos con miles de otras criaturas. Pero ¿cómo, le pregunto a usted, puedo vivir con ratas y perros y escarabajos correteando por mi piel día y noche, ahogándome y boqueando, rascándome, tirando de mí, apremiándome cada vez más para llegar a la revelación…? ¿Cómo?”
(J.M. Coetzee, epílogo de Elisabeth Costello)
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