Primavera segoviana


Atardecer en Maderuelo



Publicado en El Viajero, 30/05/2016



Como si el tiempo no pasara, los lunes sigue habiendo mercado en la plaza mayor de Riaza. Fue en el año 1304 cuando esta localidad, asentada en los territorios conquistados al sur del Duero y repoblada por emigrantes leoneses, cántabros y asturianos, obtuvo un privilegio real para poder celebrar en su plaza un mercado. Alrededor de la gran elipse terrosa presidida por el edificio del ayuntamiento, veintiséis casas solariegas se apoyan en firmes soportales para resguardar a vecinos y comerciantes de los rigores del invierno castellano. Acreditando su condición de villa, hasta comienzos del siglo XIX se erguía en el centro de esta plaza como un gigantesco dedo en señal de advertencia la picota donde se exponía al escarnio a los reos ajusticiados, porque Riaza gozó hasta entonces de jurisdicción de Horca y Cuchillo. La picota se sustituyó después por una enorme farola que iluminó verbenas, paseos y tertulias, y más tarde la farola se quitó dejando libre un coso de arena donde se construyeron gradas para las tradicionales fiestas taurinas. Al contrario que en otras poblaciones donde la plaza mayor se organiza para un disfrute monumental, aquí todo aparece dispuesto para el franco recreo de vecinos y visitantes. Por eso siempre hay niños jugando en la arena rubia y adultos en las terrazas de los restaurantes que toman el vermú al sol de cada estación. A espaldas del ayuntamiento, la iglesia renacentista de Nuestra Señora del Manto y su campanario cuadrado amparan otra pequeña plaza donde brillan los cantos del suelo. Riaza es del color pardo del barro y la piedra que sostiene muchas de sus recias casas, en cuyos tejados, como es característico en toda la Extremadura segoviana, las tejas árabes bajan hasta la cobija con la parte cóncava hacia arriba. Saliendo del pueblo, la carretera que cruza el río Riaza llega a través de un frondoso robledal hasta el santuario de Nuestra Señora de Hontanares y el mirador de Peñas Llanas. En el sencillo restaurante del área recreativa se pueden tomar exquisiteces como setas de temporada o carne a la piedra contemplando el valle tapizado de campos de la sierra de Ayllón. 

Desde Riaza la carretera N110 va acompañando el curso de su río para avanzar casi paralela a la Cañada Real Soriana, que viene desde Badajoz atravesando pequeños pueblos ganaderos y ondulantes campos de cereal. Ayllón, a veinte kilómetros, es otra villa medieval que conserva algunos paredones de la fortificación árabe y también su torre albarrana en lo alto del cerro de El Castillo, junto a los cimientos de la iglesia románica de San Martín a la que sirvió de campanario. Desde esta atalaya se ven los tejados de Ayllón en un apretado desorden de matices rojos, donde emerge la impresionante espadaña de la iglesia barroca de Santa María la Mayor poblada de cigüeñas, y detrás la cuadrícula en color de la llanura cercada por la sierras. El Arco de la Villa, que sirve de acceso al centro histórico, es la única puerta que se conserva de las tres que tenía la muralla. Al atravesarla aparece la portada plateresca de la casa-palacio de los Contreras construida en el siglo XV sobre la que fue residencia de don Álvaro de Luna, de cuyo señorío, como Riaza, formaba parte. En la plaza mayor de Ayllón también se celebraban espectáculos taurinos, por eso se construyó en el siglo XVI la balconada para autoridades en el atrio de la iglesia románica de San Miguel, que destaca junto al ayuntamiento. En la iglesia, que tiene un ábside circular y unos espléndidos rosetones bizantinos, se celebran conciertos o exposiciones ocasionales y en el verano alberga la oficina de información turística. Es fácil encontrar en torno a ella a los actores que durante el año realizan visitas teatralizadas o representan episodios históricos de la villa. El último fin de semana de julio se celebra la fiesta de Ayllón Medieval, y en la plaza se instala un animado mercado para que comerciantes y artesanos de aquella época convivan con los visitantes que llegan de esta.

En su camino hacia el Duero, el Riaza abre uno de sus brazos y deja que el Aguisejo pase rozando Ayllón y Mazagatos para recuperarlo después en Languilla entre choperas y huertas, cercado por altas peñas y laderas arenosas en cuyos páramos hay extensos campos de cereal. Desde ahí recorre un valle fértil hasta Maderuelo, incorpora sus aguas al embalse de Linares y excava las tierras calcáreas en un cañón de diez kilómetros hasta Montejo de la Vega. En este parque natural es fácil ver a los buitres leonados sobrevolando las paredes agujereadas de las hoces donde anidan, o posados sobre los riscos en inquietantes asambleas, porque han establecido aquí una de las colonias más importantes del mundo. 

Maderuelo se yergue sobre el embalse como un vigía; ya en el siglo X controlaba el paso del río por el puente medieval que asoma sus cinco ojos cuando bajan las aguas. A sus pies queda la ermita románica de La Vera Cruz, restaurada con las reproducciones de sus pinturas que exhibe el museo del Prado. La entrada por la puerta de la Villa, que conserva los portones y candados del siglo XV, se bifurca enseguida en la plaza de San Miguel, donde está la ermita que le da nombre. Cuando cae la tarde, nada mejor que un lánguido paseo de ida y vuelta hasta los restos del torreón en el límite de la muralla, para asomarse al mirador de Alcarcel en el pórtico de la imponente iglesia de Santa María del Castillo y ver cómo el sol va poniendo mil destellos, allá abajo, en la lámina del agua.



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