Cervantes en Madrid

Calle del León


Publicado en El Asombrario 20/03/2016


La plaza de Matute no es del todo una plaza: es una calle que viene desde Atocha ensanchándose en forma de embudo. Así aparece dibujada en el minucioso plano que Pedro Texeira trazó de Madrid en 1656, donde figura con el mismo nombre: Plaçuela de Matute. Por lo demás ha cambiado mucho. Ya no existe la casa de vecinos donde en el siglo XIX vivió el poeta romántico José Zorrilla, contigua al edificio donde estuvo la imprenta del diario El Imparcial y la revista La Ilustración de Madrid, que dirigió Gustavo Adolfo Bécquer. También desapareció el Café del Imparcial, donde se reunían gacetilleros, artistas y buscavidas, donde se celebraban tertulias y se intercambiaban chismes y donde por la noche, antes de los habituales alborotos y las broncas, alternaban crápulas con señoritos para oír el mejor cante flamenco de toda la ciudad. Hoy en el extremo ancho de la plaza hay un par de terrazas donde algunos turistas valientes están tomando café animados por el tibio sol de febrero, y un poco más allá tres mujeres llevan ya un rato extasiadas ante la selección de embutidos, dulces y conservas que exhibe el escaparate de la mantequería. Enfrente, la estanquera ha llegado con la escoba hasta el umbral del estanco y aprovecho para preguntarle dónde estaba exactamente El Imparcial. Pero no se acuerda; pues me da vergüenza, dice, que llevo aquí veinte años y no sé si era en el cuatro o en el cinco, justo aquí al lado. En realidad no importa, porque llevada de una especie de sentimentalismo literario y para celebrar a mi modo el cuarto centenario de su muerte, doy vueltas por aquí tras los pasos de Cervantes, que también fue vecino de la plaza. En los últimos años de su vida se mudó de una casa a otra por todo este Barrio de las Letras, cuyas callejas, que brotaban del arrabal de Santa Cruz, hervían de posadas, burdeles y tabernas donde se bebía y se jugaba hasta la madrugada. Aquí vivía toda la movida del madrid barroco: escritores, artistas, comediantes, y en los corrales de las casas se espantaba a las gallinas para acomodar a los actores que desde la tarde hasta la noche chapoteaban en el barro recitando al populacho lo último de Lope, de Tirso o de Calderón.


Dejando la plaza, en el dieciocho de la calle de las Huertas, hay un restaurante de 1827 con portones de madera pintados de rojo brillante, y una pequeña placa en la fachada para recordar que ahí “dijo vivir Cervantes. Y donde hubo huertas —de ahí el nombre de la vía—un elegante enlosado recorre hoy el barrio jalonado de árboles nuevos, en el que brillan aquí y allá las citas escogidas de nuestros ilustres literatos en letras de bronce. Todo tiene cierto aire distinguido y pulcro, listo para ser contemplado por el visitante, para fantasear con la idea de que hace cuatrocientos años volvías una esquina y te dabas de bruces con Quevedo, con Calderón, o con Lope de Vega. O con el mismísimo Cervantes. Las efigies de los cuatro genios ven pasar la vida de ahora desde las baldosas coloreadas de la Taberna del León de Oro, en la calle del León, rodeadas de bares y pizzerías con encanto y tiendas exquisitas junto a algún comercio de los de toda la vida. Más allá de la taberna, donde arranca la calle que lleva el nombre del escritor, estuvo el Mentidero de los Comediantes. Seguro que sus algazaras desconcentraban al autor mientras escribía Los trabajos de Persiles y Sigismunda, su obra póstuma, porque vivió en la planta baja de una casa en la esquina de esta calle, que entonces se llamaba de Francos y era famosa por su mancebía, la más lujosa de toda la ciudad. Fue su última casa, y en ella murió, como recuerda la gran lápida de mármol de Carrara en la fachada, ante la que hay un grupo de adolescentes con un guía que les está contando con voz monótona cómo el escritor sobrevivió a Lepanto aunque casi perdió el brazo. Gracias a la especulación —en este país viene de antiguo— se derribó el edificio en 1833 para construir el que hay ahora, con más pisos. Y parece ser que Mesonero Romanos publicó su airada queja en un artículo y que incluso Fernando VII instó a hacer algo para conservarla, pero solo sirvió para colocar la lápida un año después en un sentido homenaje, y ponerle su nombre a la calle. Junto al escaparate de la zapatería que da la vuelta a la esquina, donde cuelgan expositores con ofertas de botas y zapatillas, la fachada también luce varios lienzos serigrafiados con retratos de Cervantes y un par de coloridas estampas del Quijote.   


Hace treinta años que la familia de Emiliano Espinosa sostiene el negocio que ocupa en la actualidad la última casa de Cervantes: una zapatería especializada en dolencias del pie, adonde acudo con la ingenua esperanza de ver alguna pared original, de pisar algún resto de baldosa que pudiera haber pisado Cervantes. O alguna primicia por el estilo. Emiliano me recibe en una sala abigarrada de recuerdos, cuadros y fotografías, con una mesita de despacho en el rincón donde nos sentamos a charlar un rato antes de que empiece a pasar consulta. Me cuenta que fue él quien hizo esas serigrafías y las colocó en la fachada, en parte como homenaje y en parte como reclamo a su negocio. Al menos la casa se ve más y todo el mundo se hace fotos con ellas, dice; al principio los vecinos se molestaron, pero yo creo que ahora les gusta. Del edificio original apenas queda un fragmento del muro de ladrillo junto a la puerta de la tienda y parte del dintel de piedra, que me apresuro a acariciar con la punta de los dedos por si quedase ahí un poco de genialidad contagiosa. Cuando llegamos al local había debajo unas bóvedas antiguas, dice, y parece ser que podrían comunicar con las Trinitarias, pero tuvimos que cerrrar y acondicionar para no tener problemas con las humedades. Salgo con Emiliano para ver algunas figuras del Quijote que adornan entre plantillas y zapatos el escaparate. Frente a la tienda me muestra otro pequeño local que alquiló durante años al guitarrista flamenco Luis Maravilla, que tuvo ahí su estudio. Aún vienen muchos japoneses preguntado por él, me dice. Hoy ocupa el local un taller de esculpido de uñas. Desde el otro lado de la cristalera, mientras Emiliano me cuenta chismes sobre el guitarrista, la manicura nos mira aburrida esperando a los clientes.

Vino en Casa González, calle del León

En este barrio Cervantes vivió siempre de alquiler; está documentado que tuvo al menos cuatro domicilios distintos. Sin embargo Lope de Vega, con quien solía intercambiar cáusticas alusiones en sus escritos, adquirió una buena casa que está en el número once, algo más abajo del esquinazo de la zapatería. Lope era un hombre de éxito y ganaba mucho con cada uno de sus frecuentes estrenos. Quizá a esas alturas de su vida a Cervantes le importunase ya poco tener que cruzarse con él cada dos por tres, como probablemente ocurría. El edificio es un museo desde 1935 gracias a la visión de su última propietaria, que creó una fundación, y a la Real Academia, que lo restauró. Antes de esto fue una escuela de bordadoras, lo cual no me sorprende: mujeres ajustando hilos y formando tramas en la antigua casa de un dramaturgo. Lo está contando Carmen, una de las guías habituales, en el reducido grupo al que deja que me incorpore para echar un vistazo a la casa, porque a mi yo entrometido le han entrado ganas de ver cómo vivía el ricachón de Lope. Cuando Carmen menciona el número de obras que escribió, el grupo se sobresalta y abre la boca con incredulidad. Desde el fondo del zaguán viene la luz del jardín posterior encendiendo el pavimento rojo, y ya se adivina lo que se ve luego; esta es una mansión hermosa, a la que su dueño dedicó estas palabras en una carta: “mi casilla, mi quietud, mi güertecillo y estudio.” Todo está arreglado con mimo; ha cambiado la distribución original, y los ricos muebles y objetos que recrean tan fielmente su mundo, aunque son de la época, no son los que poseyó el escritor, así que aquí no puedo tocar nada que esté impregnado de musas.

A veces se nos olvida que Cervantes pasó media vida en Madrid y escribió en esta ciudad todo el grueso de su obra. Cuando llegó con su familia desde Valladolid en 1566, se matriculó en la academia del humanista López de Hoyos que estaba en la calle de la Villa, cerca del Viaducto. Él fue su mentor y la primera persona que le dio la oportunidad de publicar un puñado de poemas. Después de viajar por España, vivir en Roma, batallar en Lepanto y sufrir cautiverio en Argel y Sevilla, volvió a Madrid en 1608, y antes de venir a este barrio de Las Letras, de Las Musas, o del Parnaso, como también lo llaman, habitó en los alrededores de la calle Atocha. Hacía tres años que la novela que iba a darle fama universal estaba ya publicada. Desde entonces y salvo La Galatea, que se había impreso en Alcalá de Henares, las primeras ediciones de todos sus libros se hicieron en Madrid en los talleres de Juan de la Cuesta, una de las imprentas más grandes de la ciudad, de la que también Lope, cómo no, era cliente. 

Callejón de Doré

Se diría, cuando sales de la aparente placidez del barrio a la calle Atocha, que ahí empieza otra ciudad: tráfico que avanza con un rumor lento y gente cruzándose con prisa, atravesando la luz polvorienta y viva de estos días sin lluvia. En otro tiempo Atocha tuvo un esplendor comercial en la ciudad, pero hoy languidece con esos edificios ruinosos que albergaron grandes almacenes de telas, joyerías, cafés. Algunos comercios perviven, como la ferretería y su fascinante escaparate donde entre artilugios de todas clases una placa de azulejos dice que lleva un siglo viendo pasar a los clientes por delante; o la cuchillería Viñas, en el esquinazo del Callejón de Doré, con todos esos carteles que honran las excelencias de sus navajas, junto al mercado de Antón Martín. Toda Atocha tiene un ambiente muy cervantino, pero en torno al mercado siempre hay personajes que podrían haber salido de la pluma de Cervantes. En el número ochenta y siete de la calle, casi enfrente del centro erótico recreativo más grande de la ciudad, se alza la mole del antiguo Colegio de Niños Desamparados que albergó el taller de Juan de la Cuesta, a quien el librero Francisco de Robles encargó a finales de 1604 la primera edición del Quijote. Había comprado a Cervantes los derechos por mil quinientos reales, y aunque barata, fue una gran apuesta editorial porque el autor solo había publicado La Galatea y de eso hacía ya veinte años. El edificio, un caserón del XVII que conserva su fachada original, es hoy la sede de la Sociedad Cervantina que fundó Luis Astrana Marín en 1953, y además de celebrar exposiciones, representaciones y congresos, tiene una réplica exacta de aquella imprenta de tipos móviles de la que salieron los pliegos del primer quijote. Y funciona.  

Calle de Atocha

A decir verdad Francisco de Robles, librero real y el más importante de Madrid, era amigo del escritor y había sido su padre quien había apostado primero hacía años comprándole La Galatea. Cervantes, que aún vivía en Valladolid, se alojó un par de meses en casa del librero mientras se imprimía su novela, quizá ilusionado, vigilando que todo saliera bien. Pero los pliegos que resultaron de esa primera edición fueron un desastre: papel malo, faltas de ortografía, errores tipográficos, de impresión y maquetación. Así lo asegura José Francisco Castro, que lleva dos años explicando cómo se imprimió el Quijote a los grupos reducidos que acuden a la Sociedad Cervantina en visita concertada. Cada vez, José imprime un pliego entero de la novela para mostrar cómo funcionaba la imprenta, cómo era el papel de lino que hacían los monjes del Paular reciclando trapos en sus molinos papeleros, cómo componían los cajistas el texto con los tipos, renglón a renglón, cómo se impregnaban de pasta de tinta negra las planchas. Tinta de negro de humo, del hollín de las chimeneas, dice. Hay cientos de tipos clasificados en un enorme cajón de madera, donde las letras que están en los compartimentos más pequeños apenas se usan. Son letras que se olvidan. José cuenta que la primera tirada del Quijote que encargó Francisco de Robles duplicaba lo que se solía imprimir entonces de cualquier obra: mil quinientos ejemplares que salieron en enero de 1605, y que se agotaron tan rápido en Madrid que a finales de año hubo que sacar una segunda edición. En ese año también se agotaron dos ediciones que se hicieron en Lisboa y otras dos en Valencia. En los años siguientes, otras ediciones del Quijote fueron recorriendo Europa: Bruselas en 1607, Italia en 1610, Londres en 1612, traducida por primera vez, y París en 1614 también ya traducida. Según el contrato firmado entre Francisco de Robles y Cervantes para esa primera edición, el librero remuneraba al autor con veinticinco copias para él y el pago de seis mil maravedíes. Es lo que equivaldría al monto aproximado de la venta de solo cincuenta copias del libro.


El ataúd de Cervantes salió de su casa de la calle del León el 23 de abril de 1616 sin ninguna pompa hacia el Convento de las Trinitarias, que está entre la calle de las Huertas y la de Lope de Vega, frente a la esquina donde vivió Quevedo. El convento es un edificio austero de ladrillo visto, que fue aumentando de tamaño con las sucesivas reformas para incorporar varias casas contiguas a la modesta iglesia primitiva de la Costanilla de la Trinitarias; así, yendo de un sitio a otro, se perdieron luego los restos del autor durante tantos años. Siempre se añade el dato de que llevaba una mortaja sencilla y la cara descubierta: ni muerto Cervantes quiso dejar de observar la vida. Su entierro no fue tumultuoso como el de Lope, a quien tanto quería y admiraba su público, porque él era un escritor de segunda fila. Fueron los monjes del monasterio, cumpliendo el mandato de su orden, quienes portaron hasta la sepultura común el simple cajón donde iba su cuerpo, cuyos huesos iban a mezclarse con otros y con la tierra y los cascotes que tanto removieron después para buscarlos. Mientras merodeo por estas calles, entonces bulliciosas, sucias y sin empedrar, me gusta imaginar que doncellas y mancebas inclinaban la cabeza para santiguarse, que los artesanos interrumpían su faena y salían a la puerta de sus comercios, y que en los mentideros cesó por un momento la algarabía de la gente y hasta los cómicos y los poetas se quitaron el sombrero en señal de respeto.


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