La realidad es nuestro teatro


Berlín, 2011


Publicado en El Asombrario 10/01/2016


Me había sentado en la estación de metro a esperar que llegara el tren. Una mujer con un abrigo verde se sentó en el otro extremo del banco con su bolso sobre las piernas. Era enorme, un saco de escay parduzco muy rozado por el uso. Me acuerdo del bolso porque no podía apartar mis ojos de él, porque las manos de la mujer removían en su profundo contenido como si hubiera metido los brazos en un barreño, hasta el codo. Por fin, extrajo un cuaderno abarquillado; mi libreta, dijo, aquí apunto todo lo que me pasa, y me miró, esperando quizá un gesto de alegría por mi parte. Entonces llegó el tren y ambas lo cogimos, y en el vagón ella volvió a sentarse a mi lado. Escribo sobre muchas cosas, empezó otra vez, sobre la gente que veo, sobre los sitios, sobre todo lo que pienso, ¿quieres que te lea algo? Me preguntó si a mí me gustaba escribir, y luego fue todo el trayecto recitando apuntes de su cuaderno y contándome historias, como si me conociera de toda la vida. Recuerdo que pensé si todo eso era real, porque la mujer me parecía un personaje; me parecía que las dos atravesábamos la secuencia de una narración que ya había sucedido, como si estuviésemos sentadas en el decorado de una película, o dentro del ambiente de una novela, y alguien estuviera contando nuestro viaje. Cuando llegué a mi estación, ya había cambiado en mi cabeza sus historias por todas las palabras con las que esa misma noche escribiría sobre ella. 

La realidad es un espejo, y lo que quizá ha sucedido puede volver a suceder de nuevo.

Más de un año después ocupo otro banco del metro, en otra estación. Sostengo en las manos un papel donde se detallan las instrucciones que debo seguir para encontrarme con alguien. Es sábado por la tarde y en el andén hay mujeres con bolsas, parejas sonrientes, familias con niños que van al centro a vivir su navidad de grandes almacenes. Llega un tren y se los lleva a todos, y el andén queda tan vacío que parece falso: un escenario. Yo repaso en el papel mis instrucciones por si me hubiera equivocado de hora, de lugar. Estoy tan concentrada en ello que la chica surge, literalmente, a mi lado. Lleva una gabardina y una horquilla en el pelo, es guapa. Vaya, he vuelto a perder el tren, dice, ¿a ti no te pasa que siempre llegas tarde? Sí, contesto, yo suelo llegar tarde a todo. Y se sienta junto a mí a esperar el próximo, y cuando llega lo cogemos juntas y empieza a contarme la historia de una mujer con la que coincide en los vagones, frente a su casa, en todas partes; se miran, pero no se dicen nada. También me confiesa que le gusta imaginar quién es cada viajero, y durante un rato jugamos a inventar vidas a los rostros anónimos. Hace ya un rato que tengo la impresión de haber estado en una secuencia muy parecida. Luego atravesamos el tren de punta a punta. Camino tras ella, escuchando en sus auriculares —me los ha puesto— una canción bastante triste; las personas que vamos esquivando se mueven en una dimensión distinta, porque yo estoy ahora en un espacio que la chica de la gabardina ha creado para mí. Cuando al fin me deja sola, al borde del andén de una estación cualquiera, aún tardo un rato en regresar de esa realidad a otra, a la que yo tenía antes de nuestro encuentro. Pero no sé cuál de las dos es la verdadera. 

La chica de la gabardina es la actriz Sauce Ena, que ha representado para mí Testigo, una de las cinco intervenciones de TeatroSOLO, el proyecto performativo que el dramaturgo argentino Matías Umpierrez desarrolla en distintos puntos de Madrid hasta el 24 de enero, y que ha llevado también a San Sebastián, Nueva York, Buenos Aires o Sao Paulo. Teatro para uno solo. Es tan fascinante que acudo otro día a un piso del centro; allí Isabel Gálvez y Fabia Castro interpretan Éxodo, la historia de una madre y una hija que son como piezas dispares guardadas en una caja, donde sabes que el destino meterá pronto su grasienta mano. Y voy también un sábado al Museo Reina Sofía y recorro las salas con Olalla Hernández, cuyo papel es el de una mujer confundida, frágil, y tan inocente que mientras la escucho podría jurar que dentro de poco cometerá los mismos errores, que la vida volverá a vapulearla hasta el llanto. Luego, aún sobrecogida por sus lágrimas tan reales, entro en la exposición de Constant sobre Nueva Babilonia, la utopía de ciudades nómadas que el pintor holandés proyectó durante años trazando un marco ideal donde los hombres poseerían la tierra y solo trabajarían las máquinas. Ciudades móviles y reales en un futuro imaginario. Al salir del museo pienso que quizá Constant estaba seguro de que las utopías, si se introducen en un escenario donde puedan representarse, se vuelven ciertas, y por eso detalló la suya en tantos cuadros y maquetas. 

Sí, la realidad es un espejo, porque días después leo el relato Sueño realizado de Juan Carlos Onetti, el autor que hizo real su propio personaje: el de un escritor uruguayo que vivía encamado en su casa de la Avenida de América de Madrid. En su relato cuenta cómo una mujer contrata a una compañía de teatro que represente, para ella sola, un sueño que ha tenido. La mujer quiere que su sueño sea real, que en el mundo real de su vigilia todo vuelva a suceder ante sus ojos para hacerse cierto; pero la realidad siempre actúa por su cuenta, y nos suele colocar ante un final que no habíamos previsto. Recuerdo ahora que también la artista Sophie Calle lleva años hurgando en los límites de esa incertidumbre. Para su obra Gotham Handbook involucró al escritor Paul Auster, que se había basado en ella para el personaje de María Turner en su libro Leviatán. Sophie le pidió que describiese con detalle la vida cotidiana del personaje, un personaje que en realidad era ella, para interpretarlo por las calles de Nueva York: la realidad como experimento. 

Y parece ser que la realidad no existe si no se mira.

El pasado mes de mayo, la Universidad Nacional Australiana realizó un complicado estudio con el que demostró que la realidad no existe si no se mira. O si no se mide. Según otras teorías, no vemos la realidad sino la representación que hacemos de ella conforme a nuestra experiencia, y confundimos la realidad con su representación. La realidad como boceto de algo. Yo diría que mientras la realidad nos golpea desde los noticiarios, nosotros queremos sentir lo real en el teatro, en el cine y la televisión, en las novelas. Hace ya tiempo la literatura viene moviéndose en esos márgenes. En Hambre de realidad, uno de los libros más comentados del año que se marcha, David Shields despliega todo un manifiesto en torno a la muerte de la ficción —sí, otra vez la muerte de la novela— argumentando que nuestra cultura está obsesionada con la realidad sencillamente porque no la experimenta. Vaya.

Vivimos abducidos por ese brillo que parpadea al otro lado de nuestras pantallas, pero nos sigue obsesionando la representación de lo real. Sí, quizá la realidad podría estar en un teatro, y en la calle solo quedaría el relato de la vida interpretado por mucha gente, en los vagones, en los museos, en las calles, en las casas de cada uno.




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