Tejados de Oporto



Publicado en El Viajero, 13/05/2005



Desde lo más alto de la Torre dos Clérigos se diría que todos los tejados de Oporto se empujan y disputan su lugar para asomarse al Duero. Abajo, frente a la Plaça da Cordoaira, personas diminutas entran a comprar naranjas, bacalao o té en la Casa Oriental, el ultramarinos que abrió sus puertas a principios del siglo pasado. En el Jardim das Oliveiras parecen setas gigantes las sombrillas blancas de una terraza que aún tiene sus mesas vacías. Es temprano y, para desmentir el tópico de la ciudad, el sol brilla y chispea en las ventanas, en los azulejos y en los curiosos lucernarios acristalados que adornan las cubiertas de algunos edificios. Hasta que se levantó en Lisboa la moderna Torre Vasco da Gama para la Expo’98, la de los Clérigos fue el balcón más alto de todo Portugal y su perfil condujo a puerto durante siglos a los barcos que remontaban el río cargados de mercancías. 

Tomando la Rua das Carmelitas se divisa enseguida la fachada neogótica de la famosa librería Lello e Irmão, de la que dicen los que han visto muchas que es una de las más bellas del mundo. Dentro, bañados por una luz dorada y alojados entre los ricos artesonados de paredes y techos, los libros parecen joyas, y viajan de una punta a otra de la librería por los raíles del suelo en un enorme cajón de madera. Pessoa está en los estantes y en los mostradores y también, como es habitual, en las chapitas, cuadernos, tazas, imanes y en los mil objetos que uno puede llevarse como recuerdo de la visita. Igual que en el resto de la ciudad, apenas se siente la sombra del poeta Eugenio de Andrade, que vivió y murió en la casa que hoy es su fundación cerca de la desembocadura del río. Por la Rua do Carmo se llega hasta la vasta plaza de Gomes Teixeira que limita la iglesia barroca del mismo nombre con fachada de azulejos azules, donde tiene parada uno de los tres antiguos tranvías que aún suben y bajan cuestas sorteando vehículos mal aparcados y peatones temerarios. Se diría que esta ciudad se esponja en sus grandes plazas: Cordoaira, Batalha, la Praça da Liberdade que prolonga sus brazos por la elegante Avenida dos Aliados hasta el majestuoso edificio del ayuntamiento; y se diría que también se recoge en multitud de plazas pequeñas donde charlan los vecinos, picotean los gorriones y confluyen empedrados y escaleras. Oporto es solo la pequeña plaza donde desde hace años aprendo metódicamente a ser árbol, escribió Andrade. Y luego, se arremolina toda en el bullicio de la Rua Santa Catarina, donde sentada en la terraza del lujoso café Majestic miro el trasiego de la gente envuelta en el humo de los castañeiros, escuchando al chico que canta una canción de Donovan acompañado por su guitarra. Casi todas las fachadas conservan los rótulos y neones de los comercios más populares de hace cincuenta años. Aquí resulta antigüedad todo lo que vimos de niños, y te das cuenta de que las ciudades de adoquín y escaparate rotulado en oro, de bares en penumbra y palomas ociosas en los balcones están al borde de extinguirse. Las calles de Oporto se libran aún de la impersonal monotonía que lucen hoy las nuestras, y por eso son una fiesta para la nostalgia. 

El tradicional Mercado do Bolhão, en la paralela rua Sá da Bandeira, exhibe cierto abandono melancólico. A pesar de todo, muchos de sus puestos están abiertos y ante ellos pasa lenta la vida cotidiana de Oporto. En el patio central, junto a las flores, varios chiringuitos ofrecen un menú sencillo a base sardinas asadas y ensalada, que se puede completar al salir del mercado con algún dulce exquisito de la Confeitaria do Bolhao, por la que tampoco parece correr el tiempo. No se tarda mucho en llegar caminando a la estación de São Bento, pasando ante dos de los teatros con más solera de la ciudad: el Rívoli y el de Sá da Bandeira. De la estación, con su atrio embaldosado y su grácil estructura de hierro, se podría decir –como la famosa librería- que es una de las más bonitas del mundo. A dos pasos se alza la catedral, Monumento Nacional y sede episcopal portuguesa, que desde su origen en el siglo XII ha ido cambiando de tamaño y estilo, añadiendo también elementos autóctonos como los azulejos pintados del hermoso claustro gótico. Desde la muralla de la catedral se derrama el barrio da Sé en una amalgama de tejados viejos hasta La Ribeira, hacia donde bajo perdiéndome por callejuelas empinadas que esconden tabernas de fado y escaleras con nombres como Escadas das Verdades. Imposible ni mentir, pienso, si en vez de bajar se sube. 

Quizá La Ribeira sea la estampa más universal de Oporto, con sus fachadas de colores y el Ponte de Dom Luís I hincando sus pies de hierro en las dos orillas, y los antiguos barcos con vistosos emblemas y su carga falsa de barriles dormitando en el agua. En las dársenas se puede adquirir billete para hacer una travesía por el Duero y pasar bajo sus seis puentes. Al abrigo de los muros del muelle se suceden las terrazas de los cafés y restaurantes que también llenan la animada Praça da Ribeira, desde donde arranca la cuesta de la Rua dos Mercadores. Algunas gaviotas rondan y se posan junto a las mesas a compartir con la gente el suave panorama de Vila Nova de Gaia en la otra orilla. Allí están las cavas y bodegas donde fermenta el vino con el nombre de la ciudad al que los ingleses añadieron aguardiente para que resistiera las largas travesías en sus buques; muchas ofrecen visitas guiadas y catas de sus tres variedades: blanco, ruby y tawny. Habrá que probar esos vinos, me digo. Y al atravesar el puente de Dom Luís I caminando y ver cómo se mecen los reflejos de las casas sobre el agua, ya no sé si Oporto me gustaba más desde arriba o ahora, con el voto de esa copa en los labios, desde aquí abajo.


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