Antes del deshielo




Publicado en El Asombrario, 14/04/2005



Algunos sitios por los que pasas tienen una belleza efímera, te provocan un deslumbramiento que dura lo que tardas en atravesarlos. Como un fotograma que se proyecta en tu memoria colorido pero borroso, los describes al cabo de los años de una manera imprecisa, con generalidades: estuve una vez por allí, dices, era muy bonito. Otros lugares, sin embargo, tienen la extraña cualidad de permanecer en el tiempo vibrando en rincones cálidos de tu mente, como si no fueras tú el que pasa por ellos sino ellos los que te cruzan, de parte a parte.

Viajé a Cuba a finales de 2009. Hacía un año que Obama había ganado las elecciones y allí la gente parecía contenta y esperanzada ante el suceso increíble de que un negro hubiera alcanzado la Casa Blanca. Sonreían, pero nadie se manifestaba mucho más cuando te preguntabas en voz alta, para charlar un poco, qué cambiaría este asunto en el día a día de la isla. Solo un taxista, durante el trayecto al aeropuerto para embarcar de vuelta, se atrevió a expresar la idea de que quizá este hecho traería algo de luz al monótono horizonte político que tenían por delante. Han pasado siete años desde entonces y parece que se ha abierto al fin una vía a la reanudación de un diálogo con Estados Unidos que nunca fue tal, porque la potencia americana llevaba monologando sobre Cuba desde 1962.

Durante estos años de crisis me he acordado de Cuba porque algunas imágenes que conservaba de aquel viaje parecían el espejismo de las dádivas de nuestro mundo, la representación polvorienta de una época de bonanza en escenarios vacíos que alguna vez estuvieron colmados: tiendas con apenas un par de productos exhibidos con primor en largas vitrinas deslucidas, lánguidos palacetes invadidos de maleza, edificios ruinosos, campos de labor desatendidos donde se oxidaban las máquinas anticuadas, inservibles. Y pese al abandono, todo tenía en Cuba una rara pátina de esplendor cuyo brillo provenía no de lo que las cosas habían sido, sino de la entereza con la que sus habitantes sostenían lo que las cosas aún eran. 

Mi periplo por el interior de Cuba alcanzó solo hasta Camagüey y Las Tunas. Quedó para otro viaje llegar hasta Santiago y la parte oriental de la isla más allá de Guantánamo, señalada en alguna guía turística como esa ciudad tan afamada por la canción Guantanamera. Hice un montón de fotografías y mirándolas hoy me acuerdo de escenas concretas y situaciones como si las hubiese vivido ayer, del rostro de personas con las que hablé, de lo que me dijeron. Me acuerdo de la sonrisa de la camarera del hotel Inglaterra en la Habana que todos los días componía un cisne con la toalla del baño y lo dejaba nadando sobre la cama; del muchacho ingeniero que acababa de cobrar su primera nómina y lo celebraba tomándose una hamburguesa y un refresco que costaban más de una décima parte de su salario; de la mujer que apuntó con esmerada caligrafía el nombre y apellidos de su abuelo para buscar su partida de bautismo en una parroquia de Tenerife y obtener la nacionalidad española. Me acuerdo del dúo de estudiantes de música que tocaba en el chiringuito de un pueblo cerca de Sancti Spiritus, de la canción que les pedí, de su esmoquin celeste, de algunos clientes y parejas de baile que vinieron a sentarse a la mesa para charlar —ya no recuerdo de qué— hasta muy entrada la noche. Recuerdo que los chicos pidieron que les enviara por correo cuerdas nuevas para la guitarra.




Tengo aún muy nítida la primera impresión que me provocó Cuba. Cuando recorres por primera vez La Habana, te parece que toda la isla está allí contenida. Que Cuba es una película, y que sus actores están todos en La Habana. 


En algunas avenidas de El Vedado y en torno a Almendares, la película de la ciudad transcurría en los años sesenta.






Es curioso que entre mis fotografías no haya imágenes de los muchos encantos turísticos de la ciudad. Guardo en mi memoria los fragmentos de esas postales: sus fachadas de colores, las voces y las risas en los portales oscuros, las fotos de Hemingway y los mojitos bajo las estrellas, las parejas charlando en el malecón cuando languidece la tarde. La ciudad que retraté empezaba fuera de las vetustas plazas de aire español, fuera de los comercios para turistas y los confortables hoteles de La Habana Vieja. Detrás de todo eso estaba el corazón de La Habana, latiendo.


Al salir de La Habana, adentrándose por largas carreteras agrietadas, ceñidas de verde y nubes, y flanqueadas por enormes murales que ensalzaban los valores de la revolución y la patria, había otra Cuba. Racimos de personas cansadas esperaban en cada cruce un autobús que no llegaba nunca, y cuando parabas el auto siempre iban a donde fueras tú, con tal de ganar un puñado de kilómetros a su destino y llegar a casa con su familia antes del anochecer. A pesar de todo, charlaban contigo animadamente durante el viaje, contándote —con esa voz cubana como de azúcar— dónde trabajaban, cuántos hijos tenían, cómo se cocinaba el ajiaco, y te indicaban dónde vivían para que en algún momento de tu viaje fueses a su casa a probarlo. Los cubanos siempre te están invitando a su casa, siempre quieren que te quedes. Siempre esperan que vuelvas. Un paisaje de lomas esponjosas y árboles veloces cruzaba por las ventanillas. Algunos pueblos entre Santa Clara y Ciego de Ávila solo eran un puñado de chamizos alineados, y la carretera se rompía, literalmente, de camino a Trinidad, adonde parecía que no llegabas nunca porque en las intersecciones no había señales ni carteles. Cada poco había garitas con un par de guardias vigilantes, y si había caído la noche te daban el alto y revisaban tu documentación con suspicacia, porque eras el único vehículo que circulaba a esas horas, y porque seguramente llevabas una dirección contraria al punto al que decías dirigirte. 


La memoria siempre selecciona lo que coloca en tu archivo de escenarios y personas. En ocasiones te engaña con ese matiz sentimental que pone en todo, jugando a iluminar lugares que encuentras apagados cuando regresas al cabo de los años. A Cuba no te la imaginas de otra manera, piensas que siempre la verás con la misma luz. Quizá porque salvo el maquillaje que ha rejuvenecido a La Habana Vieja, vive detenida en su propio tiempo. No sé si, cuando las cosas mejoren para ella, cambiará su fisonomía tanto como para ser otra. Trinidad me dejó la certeza de ser uno de los sitios más hermosos por donde pasaré nunca, y mi aburguesado egoísmo viajero pide al tiempo, encarecidamente, que no la cambie por favor.






Por primera vez, Cuba asiste a la Cumbre de las Américas. Raúl Castro habla con Obama, parece que la comunicación no va a cortarse esta vez. Estados Unidos se está dando prisa; Europa le lleva todo un año de ventaja. Todo el mundo quiere acercarse ahora a Cuba. En unos años, para las nuevas generaciones de cubanos, Fidel será ese hombre consumido que aparecía en algún noticiario muy de vez en cuando enfundado en un chándal, cuyas proclamas estudiaron de niños en sus libros de texto. Cuba cambiará, quizá no quede nada de esta Cuba de hoy en el futuro. A mí aún me quedarán más imágenes sentimentales de aquel viaje, aunque no las tomé con ninguna cámara. Y a los cubanos aún les quedará la esperanza.




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