Poética de bloques
1. La celebración del 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín nos inunda de imágenes de la época. Algunas pertenecen a nuestro imaginario, tienen el tinte poético de las novelas y películas de espías que forman parte de nuestra cultura. Pronuncias telón de acero y enseguida aparece en tu mente un tipo esquivo con sombrero y gabardina a la luz de una farola, encendiendo un cigarrillo que resguarda entre las solapas. Ahí está, el agente doble, el personaje bipolar, en blanco y negro. Un peón en el tablero del juego temerario que fue Europa tras la Segunda Guerra Mundial.
En el año 98 entrevisté a Markus Wolf, el mítico espía y jefe de la Stasi conocido como Misha o el hombre sin rostro, para un reportaje que publiqué en el primer número de la revista La Modificación. Aún recuerdo cómo sonaba su voz al otro lado del hilo telefónico: como rocas que caen en un barranco agudo, así la describí entonces. El reportaje trataba el auge literario y la caída real de ese arquetipo de agente que militó en ambos bloques durante los años de la guerra fría. Hombres uniformados con gabardina y sombrero, personajes de novela escondidos en ciudades grises, vigilando las esquinas, escuchando respirar a las paredes. Sabuesos de mirada gélida captados por los servicios de inteligencia en las mejores universidades, con una lealtad hacia sus ideales a prueba de bombas. El muro ya había caído, y ellos parecían haber quedado sepultados bajo los cascotes. Sepultados, incluso en las novelas. Claro que seguía habiendo espías, y que ya los había antes, pero no como ellos.
Quizá porque sirvieron en los servicios de inteligencia, Graham Greene y John Le Carré patentaron ese tipo de espía con su doblez romántico: desencantado, enfrentado a su memoria, vencido por traiciones o catástrofes que le sobrepasan, pero sirviendo con lealtad y con paciencia a la causa mediante dudosas estrategias que rozan el límite de la moralidad sin traspasarlo nunca. Un héroe solitario, incomprendido. Envejecido no por el tiempo, sino por las circunstancias. Cuando cayó el muro, los agentes reales empezaron a salir de sus alcantarillas y publicaron sus memorias, sacando a la luz con gran escándalo todos esos asuntos sucios que las novelas ya habían copiado. Se humanizaron, suplantaron al personaje.
Cuando entrevisté a Wolf acababa de aparecer su libro, titulado El hombre sin rostro, y estaba encausado por negarse a revelar la identidad de ciertos informadores y colaboradores. Por aquel entonces, como contaba en el reportaje, la explosión globalizadora había privatizado también al espía de la guerra fría; ahora trabajaba para empresas de seguridad y las agencias de inteligencia contrataban sus servicios a través de ellas. Multinacionales como Microsoft adquirían las viejas cabezas nucleares rusas para orbitar sus enlaces informáticos. En la antigua Bonn, los bunker estaban en venta en la sección inmobiliaria virtual del Frankfurter Allgemeine Zeitung. Se rumoreaba que el gobierno ruso utilizaba espías psi, capaces de leer documentos secretos a miles de kilómetros de distancia, y el gobierno federal de EEUU costeaba programas de investigación sobre percepciones paranormales para sus operaciones de seguridad nacional.
Markus Wolf había dirigido desde 1942 a los 4.000 agentes de la Stasi, y se había jubilado en el 83. Hasta 1979, que fue identificado en una fotografía, los servicios de inteligencia occidentales no habían conseguido ponerle rostro. Era normal que su voz sonase a piedras o a barrancos. El sonido de la línea tampoco era muy bueno, y fantaseé un poco con la posibilidad de que su teléfono estuviera intervenido. Por eso, o debido a mi impericia de entonces -era mi primer reportaje-, la entrevista no fue muy larga; hoy le hubiera preguntado cien cosas más. Tuve la impresión, cuando se refirió a su trabajo, de que esa poética en torno a la figura del espía se me venía abajo, porque había en sus explicaciones cierto poso de funcionario. Hablamos acerca de la novela de espías; James Bond le parecía un mamarracho y le gustaba Nuestro hombre en La Habana de Greene. Usaba palabras como nobleza o patriotismo para referirse a los espías de ambos bandos, expresaba la misma admiración por el trabajo de unos y de otros, y lamentaba que la identidad nacionalista sustituyera a las ideologías porque, decía, él había luchado contra el fascismo y por la paz, y ahora seguramente le resultaría difícil encontrar la justificación moral para ejercer una profesión como la suya, en la que, añadió, lo interesante era la variedad de personas a las que conocías.
Como en esas casualidades de la trama que en una mala novela destruyen la verosimilitud, Misha murió en 2006 un nueve de noviembre, exactamente el mismo día que, diecisiete años antes, había caído el muro. Lo último que dijo en aquella entrevista que le hice fue que él nunca había sido feliz como espía. Hoy me gusta pensar que, como en las novelas de Le Carré o Greene, lo dijo con la voz -esa voz suya- un poco rota por la emoción.
Quizá porque sirvieron en los servicios de inteligencia, Graham Greene y John Le Carré patentaron ese tipo de espía con su doblez romántico: desencantado, enfrentado a su memoria, vencido por traiciones o catástrofes que le sobrepasan, pero sirviendo con lealtad y con paciencia a la causa mediante dudosas estrategias que rozan el límite de la moralidad sin traspasarlo nunca. Un héroe solitario, incomprendido. Envejecido no por el tiempo, sino por las circunstancias. Cuando cayó el muro, los agentes reales empezaron a salir de sus alcantarillas y publicaron sus memorias, sacando a la luz con gran escándalo todos esos asuntos sucios que las novelas ya habían copiado. Se humanizaron, suplantaron al personaje.
Cuando entrevisté a Wolf acababa de aparecer su libro, titulado El hombre sin rostro, y estaba encausado por negarse a revelar la identidad de ciertos informadores y colaboradores. Por aquel entonces, como contaba en el reportaje, la explosión globalizadora había privatizado también al espía de la guerra fría; ahora trabajaba para empresas de seguridad y las agencias de inteligencia contrataban sus servicios a través de ellas. Multinacionales como Microsoft adquirían las viejas cabezas nucleares rusas para orbitar sus enlaces informáticos. En la antigua Bonn, los bunker estaban en venta en la sección inmobiliaria virtual del Frankfurter Allgemeine Zeitung. Se rumoreaba que el gobierno ruso utilizaba espías psi, capaces de leer documentos secretos a miles de kilómetros de distancia, y el gobierno federal de EEUU costeaba programas de investigación sobre percepciones paranormales para sus operaciones de seguridad nacional.
Markus Wolf había dirigido desde 1942 a los 4.000 agentes de la Stasi, y se había jubilado en el 83. Hasta 1979, que fue identificado en una fotografía, los servicios de inteligencia occidentales no habían conseguido ponerle rostro. Era normal que su voz sonase a piedras o a barrancos. El sonido de la línea tampoco era muy bueno, y fantaseé un poco con la posibilidad de que su teléfono estuviera intervenido. Por eso, o debido a mi impericia de entonces -era mi primer reportaje-, la entrevista no fue muy larga; hoy le hubiera preguntado cien cosas más. Tuve la impresión, cuando se refirió a su trabajo, de que esa poética en torno a la figura del espía se me venía abajo, porque había en sus explicaciones cierto poso de funcionario. Hablamos acerca de la novela de espías; James Bond le parecía un mamarracho y le gustaba Nuestro hombre en La Habana de Greene. Usaba palabras como nobleza o patriotismo para referirse a los espías de ambos bandos, expresaba la misma admiración por el trabajo de unos y de otros, y lamentaba que la identidad nacionalista sustituyera a las ideologías porque, decía, él había luchado contra el fascismo y por la paz, y ahora seguramente le resultaría difícil encontrar la justificación moral para ejercer una profesión como la suya, en la que, añadió, lo interesante era la variedad de personas a las que conocías.
Como en esas casualidades de la trama que en una mala novela destruyen la verosimilitud, Misha murió en 2006 un nueve de noviembre, exactamente el mismo día que, diecisiete años antes, había caído el muro. Lo último que dijo en aquella entrevista que le hice fue que él nunca había sido feliz como espía. Hoy me gusta pensar que, como en las novelas de Le Carré o Greene, lo dijo con la voz -esa voz suya- un poco rota por la emoción.
2. "-La guerra fría comenzó en 1917, pero las más duras batallas ocurrirán en el futuro, cuando la paranoia de la agónica Norteamérica le lleve a cometer todavía mayores atrocidades en su política exterior...
Haydon no hablaba de la decadencia de Occidente, sino de su muerte, víctima de la codicia y el estreñimiento. Decía que odiaba profundamente a Norteamérica, y Smiley pensaba que Haydon era sincero en esta manifestación.
Haydon también daba por cierto que los servicios secretos eran la única medida válida de la salud política de una nación, la única expresión auténtica de su subconsciente.
Por fin, Haydon abordaba su propio caso. Decía que en Oxford pertenecía sinceramente a las derechas, y que durante la guerra poco importaban las posturas políticas, siempre y cuando uno luchara contra los alemanes.
Durante una temporada, después del cuarenta y cinco, dijo Haydon, el papel de la Gran Bretaña en el mundo le pareció satisfactorio, hasta que, poco a poco, se dio cuenta de la escasísima importancia de dicho papel. Cómo se dio cuenta constituía un misterio. En los múltiples desastres históricos ocurridos en el curso de su vida, Haydon no podía señalar el momento en que quedó desengañado de la función de Inglaterra. Sencillamente, llegó el momento en que comprendió que si Inglaterra se retiraba del juego, el precio del pescado no quedaría alterado en absoluto, es decir, nada ocurriría. A menudo se había preguntado de parte de quién se pondría, en el caso de que tuviera que decidir. Tras una larga reflexión concluyó que si llegaba el día en que uno de los dos monolíticos bloques triunfaba, él preferiría hallarse en el Este.
-Se trata de una conclusión primordialmente estética -explicó-. Estética y moral, desde luego.
-Desde luego -repitió Smiley, cortésmente."
(El topo, John Le Carré)
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