Las mil sombras de Don Juan



(Grafiti, Madrid 2014)


En nuestra infancia, el primero de noviembre de cada año la tele emitía una representación de Don Juan Tenorio en blanco y negro donde una iluminación inmisericorde revelaba en dos actos el cartón piedra de actores y mobiliario. Los niños de esas generaciones crecimos asimilando el concepto de amor que la obra de Zorrilla dramatizaba: era una pasión irrefrenable y difícil entre hombre y mujer, y el hombre tenía innata esa condición de comehembras que le convertía en mito, garantizando su virilidad y potenciando su encanto frente a la mujer o cualquier dama que, si de verdad lo era, había de mantener intacto su don más preciado, que estaba entre sus piernas, y con cuya integridad obtendría además su valor o su precio. Porque Don Juan usaba, y después tiraba.
Ese mito de Don Juan exponía sublimados los roles tradicionales de hombres y mujeres que se han venido representando hasta la saciedad desde las literaturas del amor cortés hasta nuestros días: el hombre y su arrojo como eterno apostador de fortuna y dueño del curso de los acontecimientos; la mujer que le espera con pasividad como trofeo del hombre, convertida en su más bella posesión.  
Seguimos perpetuando a ineses y donjuanes en las superproducciones cinematográficas que fabrican héroes entre disparos y carreras de coches, en los videoclips musicales, en las sagas adolescentes de vampiros modernos, en los reality televisivos y sucedáneos, en las novelas rosas con sombras pseudoeróticas para mujeres casadas. 
Doña Inés lleva la peor parte. La publicidad y la moda solo la retratan anhelante exhibiendo de mil formas sus atributos, prometiéndole el poder cuando al fin se convierta en la preciosa joya que es: esa cosa deseada que no todos los donjuanes podrán comprar. O, fiel a su decoro y a su hábito, aún vive tras los visillos de la tradición social o religiosa que le haya venido a caer en suerte.   




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