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En la primera memoria
Hace muchos años yo quería ser Ana María Matute. Había pasado ya la etapa de la fascinación por los cuentos, de los que escribía mis propias versiones ilustradas para regalárselas a mi madre, y también la de los rimbombantes poemas orlados a lápiz con pájaros, nubes y cosas así. Por reyes pedía libros de poesía; me trajeron uno de Gloria Fuertes cuyos poemas leí hasta sabérmelos tan bien como las canciones de Karina, que cantaba a gritos por el exiguo pasillo del piso familiar. Qué buena voz, vas a ser cantante, decía mi padre. No, periodista, replicaba yo, porque era la única profesión seria que asociaba a lo de escribir. A los trece publiqué un artículo muy melancólico en un periódico local donde hablaba del mundo, así en general, que fue comentado en la siguiente edición por uno de los columnistas y también en algunas cartas al director. Mira, dijo mi padre, pese a las notas que has traído ya eres periodista. Pero yo, con convencimiento, solo quería ser Ana María Matute. Quizá porque la había visto alguna vez en la tele de blanco y negro o en alguna foto del periódico. O quizá, algo después, porque ya habría leído Primera memoria.
Un día, veinte años más tarde, la vi entrar en el Café de Oriente y ocupar una mesa del rincón junto a los ventanales. Ana María Matute, dije al reconocerla con ese tono de admiración bobalicona que no admite más palabras. Estaba con dos amigos y tuve el impulso de levantarme y acercarme a ella, tratar de transmitirle de qué modo había participado en la obsesión que me marcaría de por vida. Pero no me moví. Recuerdo que ella me miró durante un largo instante en el que yo no podía dejar de mirarla, con esos ojos suyos que expresaban una comprensión risueña hacia todo lo humano. De pronto, aquel gorrión que siempre andaba buscando las migas de cruasán sobre las mesas del café trazó una amplia pirueta volando desde su mesa a la mía, tendiendo en su vuelo un hilo imaginario entre su luminosa cabeza y mi cabeza oscura de entonces. Ella lo vio y sonrió. Y recuerdo que como en una especie de breve catarsis, me sentí tocada por el presagio de algo.
Recuerdo que entré en una zona extraña, como de agua movediza: como si el miedo me ganara día a día. No era el terror infantil que padecí hasta entonces. A veces me despertaba de noche, y me sentaba bruscamente en la cama. Sentía entonces una sensación olvidada de cuando era muy pequeña y me angustiaba el atardecer, y pensaba: "El día y la noche, el día y la noche siempre. ¿No habrá nunca nada más?" Acaso me volvía el mismo confuso deseo de que alguna vez, al despertarme, no hallara solamente el día y la noche, sino algo nuevo, deslumbrante y doloroso. Algo como un agujero por donde escapar de la vida.
(Primera memoria, fragmento)
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