El mar y la cal
Azoteas de Tánger |
(Publicado en El Viajero, El País 20/06/2014)
Triángulo de cal y mar
A Tánger algunos
escritores la comparan con una mujer hermosa que ha perdido su esplendor con
los años, tal vez porque enamoró a genios como Matisse o Delacroix y fue amante
de bohemios, exiliados, aristócratas y espías en el siglo pasado. Además, la
hermosa Tánger ha tenido varios dueños; el dominio portugués le dejó la muralla
que rodea la vieja medina, en cuyo punto más alto, en la plaza de la kasba, hay
un mirador donde al atardecer acuden los tangerinos a contemplar las obras del
puerto y la costa de Tarifa como una promesa desdibujada en el azul del
Estrecho, tan cerca que parece que Europa y África fueran a besarse. Famosos y
artistas han hecho de la kasba un refugio en el tiempo. En el café Baba se reunían los hippies en los años sesenta, según cuenta su dueño; los hippies ricos, matiza, apoyado en una
silla rotulada con el nombre de Patti Smith. En el jardín de la millonaria
Barbara Hutton, frente al café, se celebraron legendarias fiestas.
Gran Zoco |
Pero aquí la
vida aún gira en torno a los elementos tradicionales de la ciudad árabe: la
fuente, el horno de pan, el hammam, la
escuela, la mezquita. Sobre las azoteas, desde lo alto de las escaleras que
bajan a la Rue d’Italie, se recortan las torres y cúpulas de los templos que
conviven en Tánger: las mezquitas de Mohamed V y la del Gran Zoco, la Catedral
Española, la iglesia anglicana de St. Andrews y la Sinagoga Judía. Y más allá
de la Plaza 9 de Abril languidecen los iconos de la Tánger cosmopolita: la
librería Des Colonnes que frecuentaba
la intelectualidad de entreguerras, el Café París con sus soplones y espías, el
Hotel Minzah donde se alojaban Rita
Hayworth o Churchill, el café Hafa en
cuyas terrazas Borroughs y Bowles fumaban y bebían con la mirada perdida en el
horizonte. Aunque algunos emblemas de aquel esplendor como el teatro Cervantes
estén hoy en ruinas, Tánger luce una belleza arrebatadora y gastada, similar a
la de alguien –sí, quizá una mujer– que ha vivido intensamente y cuyo atractivo
no sería igual sin la memoria de las personas que pasaron por ella y las
huellas de todo lo que perdió con los años.
Fachada en Asilah |
A unos 45 kilómetros
al sur de Tánger, rodeada de interminables playas, Asilah (Arzila) cuelga su muralla portuguesa del siglo XV al borde del
Atlántico. Al contrario que Tánger, esta es una villa mimada que duerme hasta
la llegada de turistas y estudiantes de su universidad de verano. Aunque la
llaman la ciudad blanca, muchas
fachadas lucen murales a todo color de los artistas que cada año acuden al Moussem Culturel International. Este
festival programa en julio y agosto ciclos de cine, música y danza,
conferencias y talleres de creación que se celebran en el palacio de Raissouni
o en la moderna biblioteca Príncipe Bandar Ben Soltane, con un auditorio de más
de seiscientas butacas. Muchos rincones de Asilah tienen el sabor de ciertos
pueblos andaluces: el suelo embaldosado, la luz de cal y añil en sus paredes,
el frescor del mar que recorre la pulcritud de las calles, tan primorosamente
restauradas que la ciudad obtuvo el premio Aga Khan de arquitectura en 1989.
Incluso en las tiendas del pequeño zoco de la medina los artículos parecen más
escogidos y distintos, y ofrecen también piezas de los artistas locales. Desde
la plaza Sidi Ali Ben Hamdush, dominada por el enorme torreón cuadrado de el-Karma,
las terrazas de las teterías y bares se cobijan a la sombra del adarve. Hay
restaurantes con nombres tan castizos como García o Pepe que sirven pescado, y
son habituales los carros ambulantes donde comprar una escudilla de caracoles
hervidos. La ciudad moderna conserva la iglesia de San Bartolomé y se articula
en torno a un parque y una gran plaza, con una cuadrícula de calles ordenadas
que bajan hasta el paseo marítimo. En el torreón de Caraquia, al atardecer,
músicos ataviados con trajes típicos y abalorios ofrecen conciertos
improvisados mientras los turistas captan con sus cámaras los destellos ocres
sobre el mar y las fachadas. Cuando hace calor, algunos jóvenes temerarios se
lanzan al agua desde aquí rozando el filo de los acantilados con los brazos
abiertos, como si quisieran estrechar con ellos todo el océano.
Desde Asilah la
carretera hacia el este atraviesa un paisaje verde de montañas y alcornocales
hasta Beni Arouss, popular santuario que tiene el suelo forrado con planchas de
corcho. En la cima los ojos sobrevuelan una dilatada extensión de picos
rocosos, barrancos y bosques que anuncian la región del Rif. Al adentrarse en
ella, Chauen surgirá entre dos colinas como una falsa mancha blanca en el
paisaje, porque por dentro esta villa medieval, último bastión del protectorado
español en Marruecos, es toda azul.
Chauen |
Chauen
(Chefchaouene) fue una ciudad santa
blindada a los extranjeros hasta no hace mucho tiempo, pero hoy en la plaza
Outa-El-Hammam, centro neurálgico de la medina presidido por una araucaria
gigante y por la Gran Mezquita con su minarete octogonal, se puede oír hablar
casi en cualquier idioma. La plaza es una algarabía de cafés, tiendas y
restaurantes cuyas terrazas semejan palcos desde donde observar todo lo que
ocurre bajo los muros rojizos de la kasba. Abrigada por el valle y regada por
el manantial de Ras el Maa, que surte a las numerosas fuentes de la ciudad,
Chauen ha sido durante años uno de los destinos del turismo que venía buscando su porción de
felicidad volátil. Quizá por eso, o por la estupefacción que provoca en el
viajero la belleza de sus calles estrechas y tortuosas tiznadas de azul intenso,
sus habitantes tienen un aire de amable indiferencia distinto al carácter
expansivo y generoso de otras ciudades marroquíes. No es raro que en Chauen
asalte la impresión de estar en algún punto de la Alpujarra granadina, porque
las construcciones conservan las trazas que imprimieron en ellas los andalusíes
expulsados de tierras españolas; vinieron tantos que la ciudad fue trepando
hacia arriba amontonada, escalonando travesías, abriendo aljibes y tendiendo
los arcos que aún sostienen las fachadas. Varias plazas más abren espacios entre
el apretado laberinto de calles empedradas; la de el-Makhzen está repleta de
talleres y tiendas de artesanos locales, pero quizá la más encantadora sea la
de el-Hauta, con su fuente central de cuatro caños y el viejo café bajo sus
soportales. En los recodos de las calles la abundancia de agua alimenta
pequeños jardines o árboles solitarios que se apoyan en los muros. El puente
Sebanine, del siglo XVI, une la ciudad con el camino que conduce al manantial,
donde quedan algunos molinos harineros en las márgenes del río. Si no se
moviera el agua, se diría que el tiempo se ha detenido en Chauen; a los pies
del puente, junto a la cascada, las mujeres aún hacen la colada en los
lavaderos que construyeron los españoles.
Comentarios
Publicar un comentario
¿Quieres comentar esto?