El mar y la cal


Azoteas de Tánger





Triángulo de cal y mar


A Tánger algunos escritores la comparan con una mujer hermosa que ha perdido su esplendor con los años, tal vez porque enamoró a genios como Matisse o Delacroix y fue amante de bohemios, exiliados, aristócratas y espías en el siglo pasado. Además, la hermosa Tánger ha tenido varios dueños; el dominio portugués le dejó la muralla que rodea la vieja medina, en cuyo punto más alto, en la plaza de la kasba, hay un mirador donde al atardecer acuden los tangerinos a contemplar las obras del puerto y la costa de Tarifa como una promesa desdibujada en el azul del Estrecho, tan cerca que parece que Europa y África fueran a besarse. Famosos y artistas han hecho de la kasba un refugio en el tiempo. En el café Baba se reunían los hippies en los años sesenta, según cuenta su dueño; los hippies ricos, matiza, apoyado en una silla rotulada con el nombre de Patti Smith. En el jardín de la millonaria Barbara Hutton, frente al café, se celebraron legendarias fiestas. 

Gran Zoco
Pero aquí la vida aún gira en torno a los elementos tradicionales de la ciudad árabe: la fuente, el horno de pan, el hammam, la escuela, la mezquita. Sobre las azoteas, desde lo alto de las escaleras que bajan a la Rue d’Italie, se recortan las torres y cúpulas de los templos que conviven en Tánger: las mezquitas de Mohamed V y la del Gran Zoco, la Catedral Española, la iglesia anglicana de St. Andrews y la Sinagoga Judía. Y más allá de la Plaza 9 de Abril languidecen los iconos de la Tánger cosmopolita: la librería Des Colonnes que frecuentaba la intelectualidad de entreguerras, el Café París con sus soplones y espías, el Hotel Minzah donde se alojaban Rita Hayworth o Churchill, el café Hafa en cuyas terrazas Borroughs y Bowles fumaban y bebían con la mirada perdida en el horizonte. Aunque algunos emblemas de aquel esplendor como el teatro Cervantes estén hoy en ruinas, Tánger luce una belleza arrebatadora y gastada, similar a la de alguien –sí, quizá una mujer– que ha vivido intensamente y cuyo atractivo no sería igual sin la memoria de las personas que pasaron por ella y las huellas de todo lo que perdió con los años.     



Fachada en Asilah
A unos 45 kilómetros al sur de Tánger, rodeada de interminables playas, Asilah (Arzila) cuelga su muralla portuguesa del siglo XV al borde del Atlántico. Al contrario que Tánger, esta es una villa mimada que duerme hasta la llegada de turistas y estudiantes de su universidad de verano. Aunque la llaman la ciudad blanca, muchas fachadas lucen murales a todo color de los artistas que cada año acuden al Moussem Culturel International. Este festival programa en julio y agosto ciclos de cine, música y danza, conferencias y talleres de creación que se celebran en el palacio de Raissouni o en la moderna biblioteca Príncipe Bandar Ben Soltane, con un auditorio de más de seiscientas butacas. Muchos rincones de Asilah tienen el sabor de ciertos pueblos andaluces: el suelo embaldosado, la luz de cal y añil en sus paredes, el frescor del mar que recorre la pulcritud de las calles, tan primorosamente restauradas que la ciudad obtuvo el premio Aga Khan de arquitectura en 1989. Incluso en las tiendas del pequeño zoco de la medina los artículos parecen más escogidos y distintos, y ofrecen también piezas de los artistas locales. Desde la plaza Sidi Ali Ben Hamdush, dominada por el enorme torreón cuadrado de el-Karma, las terrazas de las teterías y bares se cobijan a la sombra del adarve. Hay restaurantes con nombres tan castizos como García o Pepe que sirven pescado, y son habituales los carros ambulantes donde comprar una escudilla de caracoles hervidos. La ciudad moderna conserva la iglesia de San Bartolomé y se articula en torno a un parque y una gran plaza, con una cuadrícula de calles ordenadas que bajan hasta el paseo marítimo. En el torreón de Caraquia, al atardecer, músicos ataviados con trajes típicos y abalorios ofrecen conciertos improvisados mientras los turistas captan con sus cámaras los destellos ocres sobre el mar y las fachadas. Cuando hace calor, algunos jóvenes temerarios se lanzan al agua desde aquí rozando el filo de los acantilados con los brazos abiertos, como si quisieran estrechar con ellos todo el océano. 


Desde Asilah la carretera hacia el este atraviesa un paisaje verde de montañas y alcornocales hasta Beni Arouss, popular santuario que tiene el suelo forrado con planchas de corcho. En la cima los ojos sobrevuelan una dilatada extensión de picos rocosos, barrancos y bosques que anuncian la región del Rif. Al adentrarse en ella, Chauen surgirá entre dos colinas como una falsa mancha blanca en el paisaje, porque por dentro esta villa medieval, último bastión del protectorado español en Marruecos, es toda azul.

Chauen
Chauen (Chefchaouene) fue una ciudad santa blindada a los extranjeros hasta no hace mucho tiempo, pero hoy en la plaza Outa-El-Hammam, centro neurálgico de la medina presidido por una araucaria gigante y por la Gran Mezquita con su minarete octogonal, se puede oír hablar casi en cualquier idioma. La plaza es una algarabía de cafés, tiendas y restaurantes cuyas terrazas semejan palcos desde donde observar todo lo que ocurre bajo los muros rojizos de la kasba. Abrigada por el valle y regada por el manantial de Ras el Maa, que surte a las numerosas fuentes de la ciudad, Chauen ha sido durante años uno de los destinos del turismo que venía buscando su porción de felicidad volátil. Quizá por eso, o por la estupefacción que provoca en el viajero la belleza de sus calles estrechas y tortuosas tiznadas de azul intenso, sus habitantes tienen un aire de amable indiferencia distinto al carácter expansivo y generoso de otras ciudades marroquíes. No es raro que en Chauen asalte la impresión de estar en algún punto de la Alpujarra granadina, porque las construcciones conservan las trazas que imprimieron en ellas los andalusíes expulsados de tierras españolas; vinieron tantos que la ciudad fue trepando hacia arriba amontonada, escalonando travesías, abriendo aljibes y tendiendo los arcos que aún sostienen las fachadas. Varias plazas más abren espacios entre el apretado laberinto de calles empedradas; la de el-Makhzen está repleta de talleres y tiendas de artesanos locales, pero quizá la más encantadora sea la de el-Hauta, con su fuente central de cuatro caños y el viejo café bajo sus soportales. En los recodos de las calles la abundancia de agua alimenta pequeños jardines o árboles solitarios que se apoyan en los muros. El puente Sebanine, del siglo XVI, une la ciudad con el camino que conduce al manantial, donde quedan algunos molinos harineros en las márgenes del río. Si no se moviera el agua, se diría que el tiempo se ha detenido en Chauen; a los pies del puente, junto a la cascada, las mujeres aún hacen la colada en los lavaderos que construyeron los españoles.







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