Vértigos de ciudad




1.   Trabajo (lento, como siempre) en una novela de ambiente urbano. Mi personaje recorre calles, observa o esquiva personas con las que se cruza, entra en portales o comercios, se sienta en los bancos, espera ante semáforos en rojo, tropieza con adoquines, se fija en algún escaparate o algún anuncio sobre las fachadas, sube o baja escaleras mecánicas, coge el metro; hace todas esas cosas de cuya intrascendencia se alimenta el ajetreo de cualquier ciudad. Y como nos pasa a todos, en realidad está solo. Es el tópico, pero todas esas cosas que saturan la vida urbana nos vacían más por dentro; la melancolía en la ciudad no es comparable a ninguna otra melancolía. Quizá por contraste, una opresión o una penuria también son más grandes en la ciudad, y parecen más insalvables. Uno es nadie entre los paredones que albergan a tanta gente, y la indiferencia de ese entorno donde la vida se agolpa y palpita entre ruidos, golpes y humo puede transformar una desesperanza en locura. 

2.  Leo La trabajadora de Elvira Navarro. En esta novela la ciudad es un espacio alucinado, yermo, articulado sobre una amenaza difusa de cuya realidad dudamos igual que duda Elisa –una trabajadora autónoma en pleno vértigo de crisis personal y económica– durante sus obsesivos paseos por un extraño Madrid periférico. Sus itinerarios arman el correlato de una ciudad fragmentada en bloques, alambradas, farolas, cables y balcones: un entramado de hormigón y hierros que no parece contener nada, como si Madrid fuese un decorado de extrarradio cuya construcción no lograse hacer verídica la ilusión de que en él vivieran personas. Mientras su inquietante compañera de piso elabora minuciosos mapas urbanos en collageElisa camina por las calles pisoteando los pedazos de su vida, y el inventario del paisaje que atraviesa manifiesta una confusión no solo individual sino general, como si los habitantes de esa urbe fantasmagórica padecieran una esquizofrenia silenciosa y un temor indeterminado flotara en el aire de todas las casas, de todas las vidas. La novela bucea en el desconcierto de Elisa y su ruptura mental con el mundo que la rodea, pero su historia ilumina esos huecos donde se filtra sin que nos demos cuenta una desolación cotidiana, doméstica: la de todos los días. Un tipo de desolación que solo se da en las ciudades.

3.  Durante los últimos cuarenta años, o quizá más, el Ayuntamiento no debía de haber destinado demasiado dinero al lavado de cara de los edificios de estos lares, cuyos balcones acristalados lucían tan pletóricos de bicis, ventiladores, sillas, bolsas y fundas llenas quizá de cortinas de macramé o clics de Playmobil descabezados, que parecía que en cada uno de los pisos se apilaban tres generaciones de una familia. Sin embargo, al mismo tiempo, el silencio hacía pensar en viviendas desocupadas, en edificios en trance de ser desmantelados. Cuando me interné por una de estas calles vi que de algunos balcones salían cables que robaban la luz. No eran muchos, desde luego, lo que no impidió que retornara la agobiante, por inverosímil, idea de que había movimientos de carácter subterráneo capaces de modificar el escenario mental que yo tenía de la ciudad, y también el que leía en los periódicos o veía en la televisión y en Internet. Se trataba de una idea difusa, o más bien de una simple y desvaída intuición que me inquietaba. Su certeza equivalía a descubrir que éramos marcianos, el sueño de alguien, o un programa informático cuyas reglas cambiaban de un día para otro.  
(La trabajadora, fragmento)





La trabajadora
Elvira Navarro
(Mondadori, 2014) 





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