El lodo y la soga
Hay una secuencia en 12 años de esclavitud, la última película del director británico Steve McQueen, que me pareció que no acababa nunca. Transcurre en una plantación de Luisiana durante el oscuro período del comercio de esclavos en el sur de Estados Unidos. Solomon, el protagonista, va a ser ahorcado por su insolencia a los pies de la hermosa mansión de la finca, un poco más allá de los barracones de los negros. Tres hombres lo cuelgan de un árbol maniatado, pero en ese momento el capataz llega, discute con ellos y finalmente les ordena que lo bajen porque el amo aún está pagando la hipoteca sobre su propiedad. Los hombres sueltan la soga y Solomon cae justo hasta conseguir apoyar apenas las puntas de sus pies sobre el barro, boqueando como un pez prendido en un anzuelo. Así quedará hasta la noche, desenfocado en el plano, bailando de puntillas sobre el lodo mientras la vida sigue a su alrededor: los negros poco a poco salen de sus cabañas a reanudar tranquilos sus tareas, sus cachorros corretean y ríen entre la hierba fresca donde va cayendo el sol de la tarde, la esposa del terrateniente sale abanicándose al enorme porche de columnas blancas y desde allí observa cómo Solomon se sostiene en puntas de pie para esquivar la muerte, lánguida y sin ningún gesto, y se vuelve y entra de nuevo en la casa. No hay música dramática que envuelva esta secuencia; solo se oye el ruido de la cotidianidad de un lugar donde para poseer la condición de persona has de tener la piel blanca.
12 años de esclavitud ha sido premiada como mejor película en la última edición de los Globos de Oro. Ambientada en los años previos a la Guerra Civil estadounidense, adapta las memorias homónimas del músico neoyorquino Solomon Northup, que relatan su secuestro en Washington para ser vendido a los negreros y sus años de cautiverio en las grandes plantaciones del sur. El talento del director, Steve McQueen, ya sedujo en sus dos trabajos anteriores: Hunger (2008) y Shame (2011), donde también deslumbró la increíble interpretación del actor irlandés Michael Fassbender que aquí da vida al brutal terrateniente Edwin Epps.
Aunque la película contiene otras más duras, la secuencia del ahorcamiento de Solomon sobrecoge por lo que pone en evidencia: de qué modo lo injusto y lo inhumano forma parte de nuestra vida cotidiana, en el mismo plano, hasta pasar desapercibido, y de qué modo lo aceptamos o lo ignoramos o nos resignamos a ello. Quizá las vejaciones que sufre Solomon nos resulten doblemente abominables porque en la presentación del personaje hemos visto su vida burguesa en Saratoga; es un hombre libre y además culto, un ciudadano normal. Se parece a nosotros. El magnífico guión de John Ridley no deja nada al azar, y nos muestra cómo Solomon compra con su esposa en un elegante comercio mientras un chico negro, que ha venido tras ellos y los mira boquiabierto, es increpado por el tendero hasta que su amo entra y lo saca de allí a empellones bajo la mirada indiferente del matrimonio Northup. Unos cuantos planos después, como el chico, Solomon también tendrá dueño.
Por su condición de artista, las películas de Steve McQueen se adornan de una plasticidad evidente. Una parte de la crítica ha señalado la dureza de ciertas escenas, y reprocha al director su tendencia a mostrar con ese matiz estético formas de violencia demasiado explícitas. Igual que en Shame, donde Fassbender protagonizaba la catarsis de un adicto al sexo, McQueen escoge de nuevo la opción más descarnada para filmar el proceder de sus criaturas y la embellece, componiendo expresivas secuencias que describen la oscuridad del alma humana. Así, 12 años de esclavitud no es solo el relato de un vergonzoso período histórico, no solo trata de racismo, esclavitud y libertad; además hay en ella un amplio abanico de individuos y tipos sociales comunes a cualquier época y lugar, lo cual viene a recordarnos que la historia de la Humanidad es una sucesión de etapas que parecen recurrentes, protagonizadas siempre por los mismos. La enorme mirada del actor Chiwetel Ejiofor, que da vida a Solomon, transmite el desconcierto, el miedo, la resignación, y al final la desesperanza ante su propia tragedia y la de sus semejantes; y es una mirada tan castigada, tan triste y profunda que te olvidas de la ficción para ver al hombre, y cuando ves al hombre te reconoces. Por eso, cuando termina la proyección, uno se va con una congoja extraña, parecida a la que se siente cuando nos avergonzamos por algo que vemos y comprendemos, y que nunca hubiéramos querido saber.
(Crítica publicada en Ángulo Muerto)
Guión: John Ridley
Música: Hans Zimmer
Fotografía: Sean Bobbitt
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