Aire de Madrid






Hace unas semanas disfruté de un fantástico paseo por el cielo de Madrid. Repasando hoy las fotografías que tomé no veo una gran urbe sino una inocente ciudad de juguete, porque era una mañana de agosto y las calles y plazas aparecen vacías, como en una maqueta hiperrealista. Estas fotos desde el aire, pese a su amplitud, ocultan en parte Madrid porque no tienen personas, pero dan una dimensión de lo que cabe en ella. Me gustan las instantáneas de la ciudad vieja con sus tejados apretados y rojos, porque allí hay ciertos barrios donde Madrid es más pueblo que ciudad, donde las casas aún tienen patios y los tenderos conocen a sus clientes por el nombre. Algunos sábados, en los museos y en las plazas más citadas en las guías, hay tantos turistas que te sientes extranjero, y lo ves todo con los ojos del que llega: asombrosos árboles en las calles, una pereza alegre en las terrazas, gorriones picoteando sobre las mesas, entre regueros de cerveza que se escurren por el borde y caen al suelo junto a alguna servilleta.

Los ojos con los que miramos nuestras ciudades están tan contaminados de rutina que nos cuesta verlas, captar las particularidades que sin embargo observamos en otros lugares la primera vez que los vemos, o que los foráneos ven en los nuestros al llegar. En uno de los deliciosos textos de Las pequeñas virtudes, que alguna vez leo con mis alumnos cuando hablamos de descripción y de espacios, Natalia Ginzburg dibuja una certera semblanza de Inglaterra y los ingleses, y retrata la ciudad de Londres a través de escogidos elementos como las estaciones de tren, los escaparates, los árboles o los impermeables de las mujeres. Son detalles que están relacionados con la vida de sus habitantes, apreciaciones que transmiten la idiosincrasia de una ciudad porque tienen que ver con la vida que hay en ella. Por eso, al ver las calles tan vacías en algunas de mis fotografías he recordado las espeluznantes imágenes de la ciudad de Detroit, esa prueba fehaciente de que sin sus habitantes, las ciudades solo son decorados de desolación y terminan por morirse. 

Mientras escribo esto, a través del balcón abierto de mi estudio llegan los alaridos de varias sirenas que suben veloces por la avenida, dos manzanas más allá, espantando el sueño de la gente que duerme. Cuando se marchan solo se oye algún portal que se cierra, los neumáticos de un coche que aparca al otro lado de la calle, el encendedor de alguien que fuma en la ventana. Repaso otra vez estas panorámicas y no me dicen nada de lo que sé de Madrid, pero aquel día, cuando atravesaba su cielo, tuve la turbadora certeza de que podía abarcarla entera, de que toda la ciudad podía caberme dentro, y de que probablemente algún escenario que imagine para una historia, ahora o en el futuro, se parecerá mucho a ella. 



Las nuevas torres brotando del suelo como gigantes o espadas

El centro neurálgico de la Castellana y Azca, vacíos: una metáfora del presente

La plaza de Colón y el Paseo de Recoletos

Los rascacielos de la plaza de España, hoy casi abandonados y el semicírculo del Senado

El río de Madrid culebreando hacia el oeste

La Gran Vía, con algunos coches de juguete

Un poco de vida: colas en el Reina Sofía para ver la exposición de Dalí

El mantel de la Plaza Mayor extendido entre los tejados

La Puerta del Sol igual que una platea ante las fachadas, mirando la vida




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