Viajar al extranjero







Cuando yo era niña, si viajabas fuera de España te ibas al extranjero. El extranjero era algo que una vez alcanzado ponía sobre ti un aura de distinción, te impregnaba de un conocimiento de las cosas que difícilmente podías adquirir aquí, porque allí todo era mucho más sofisticado y bonito; tenía un alto estatus dentro de las limitadas opciones de movilidad geográfica de la familia media de entonces.

Irse al extranjero es un concepto que ya no existe. Yo no fui al extranjero hasta que crucé, un verano con mis padres y mi hermana, la frontera de Portugal. Entonces aún había frontera, con sus garitas y todo, y se podía cambiar de moneda allí mismo porque unos kilómetros más allá nuestras pesetas ya no valían. La fascinación que me provocaba ese dinero nuevo y el hecho palpable de que todo el mundo hablaba portugués eran la constatación más clara de estar en el extranjero, si bien el lugar no parecía poseer la cualidad que para mí habría de tener cualquier otro sitio que no fuera España: esa especie de fulgor colorido que había visto en los paisajes de las postales que enviaban a mi abuela los amigos o clientes de su hotel. Portugal me pareció estropeado y polvoriento, un extranjero un poco pobre o similar a los pueblos castellanos que pasaban por las ventanillas del coche de mi padre cuando viajábamos en verano.

Entonces, viajar era contemplar ese mundo fugitivo al otro lado del cristal y desplazarme a un mundo propio impregnado de libertad y de historias que sucedían allí mismo, que se interrumpía de vez en cuando por alguna pelea con mi hermana cuando el viaje se alargaba varias horas. En mi mente, en las fotografías imaginarias con las que yo retenía sus instantáneas para añadirlas a mi particular archivo escenográfico, ese mundo estaba lo suficientemente lejos como para ser mi propio extranjero. Estaba segura de que era algo que solo tenía yo, así que igual que esa gente extraordinaria que viajaba a otros países, en cierta forma me sentía como ella distinguida, diferente.

Siempre tengo más sensación de viaje cuando me desplazo en coche o en tren, cuando voy a ras de tierra. El avión no me desplaza, me cambia de lugar. Y me sigue ocurriendo lo mismo que cuando era niña, quizá por eso me gusta tanto viajar en coche y sigo abstrayéndome en un paisaje del que me apropio para expandirlo en otras imágenes mentales de contenido variable. Quizá por eso suelo hablar poco durante el viaje. Y aunque realice un trayecto corto o el panorama que aparece y desaparece tras los cristales sea ya conocido, la sensación vuelve a ser la que tenía entonces, la de viajar al extranjero.




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