Tiempo y melancolía











"La vida es un iceberg que resplandece ante nuestros ojos y que se desvanece al punto como cualquiera de esas estrellas que cruzan el firmamento iluminándolo en su camino para desaparecer a continuación. Y así cada minuto y cada día hasta completar el ciclo. Y así cada minuto y cada año de la vida de todas las personas. ¿Por qué desear, entonces, que los minutos y los años vuelvan cuando sabemos que no lo harán jamás? ¿Para qué sirve la melancolía?"
(Julio Llamazares, Las lágrimas de San Lorenzo)




Estás en una senda.
En algún momento, mientras avanzas, decides fijarte en el camino. Y de pronto ves que no estás transitando por ese camino propio, intocado, donde empezaste a caminar; ves que en el suelo ya hay miles de huellas, y que todas han pasado por el mismo sitio que tú. Más tarde, con los años, observas en tus hijos esa emoción de inaugurar el camino, la misma que tú tuviste, y entonces te das cuenta de que has llegado hasta aquí solo para aprender eso.

En Las lágrimas de San Lorenzo un padre contempla la lluvia de estrellas sobre Ibiza junto a su hijo. Conversan, pero el diálogo del padre es consigo mismo mientras busca algo en las sucesivas imágenes que, como estrellas fugaces, cruzan su memoria. A ratos esa búsqueda deviene en un lamento por el tiempo que pasa, y entonces sus palabras dejan un poso como de elegía, se vuelven poema.

Julio Llamazares me dijo una vez que trata de poner en lo que escribe cierta voluntad de permanencia, o sea, escribir de modo que pueda ser leído en cualquier tiempo, por cualquier persona. En la línea de escritores como John Berger o Erri de Luca, que utilizan asuntos y paisajes aparentemente sencillos para hablar de lo importante, su mirada no observa lo grandioso sino lo cotidiano, que es el escenario donde habita lo más profundo de nuestras conciencias. Por eso, sus libros huyen de lo efímero y poseen el raro don de la universalidad; no son un mero vehículo para contar historias, sino que a través de ellas desarrolla una meditación en torno a los asuntos que tienen que ver con nuestra trascendencia en el mundo: son literatura.

Esta novela es una larga y bella metáfora acerca del tiempo, ese puñado de oro que los años van limando hasta convertirlo en polvo. Igual que esas lámparas giratorias que proyectan sus figuras luminosas en el techo, todo gira y se mueve sobre el apacible momento del padre y el hijo tumbados bajo el cielo abierto: las estrellas, el amor, las personas, los años, en un suave remolino que los va envolviendo, que nos envuelve página tras página dejando un rastro de luz que después desaparece.

Durante toda la noche, el padre, trasunto quizá del escritor, busca con melancolía a la persona que fue pero encuentra al fin al hombre que es ahora, y ese trance de conmovedora comprensión le revela el sentido de la vida, de nuestras vidas, justo antes de que el destello de esa certeza se fugue igual que se fugan las estrellas que contempla con su hijo:

"Solo la luna sabe con cuánto esfuerzo he caminado hasta este momento, cuánta energía he necesitado para poder seguir haciéndolo algunas veces, cuánta pasión he puesto en esta novela que es la vida de los hombres, en este caso de la mía. Como la luna, he luchado contra todo: la soledad, el paso del tiempo, los desengaños, el desamor..., y como ella, aquí permanezco reemprendiendo cada día el camino de mi vida, ese camino que empiezo cada mañana como si lo estrenara siempre y que termino de madrugada cuando la melancolía me duerme como al agua de la acequia de mi abuelo o a los olivos y buganvillas de Ibiza cuando yo era joven. Aunque a veces, como esta noche, me sumerja en el recuerdo de otras lunas y me mantenga despierto durante horas escuchando el temblor del mundo en la oscuridad..."















Las Lágrimas de San Lorenzo
Julio Llamazares
(Ed. Alfaguara, 2013)





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