Últimas notas de Askildsen
Ayer llamé a mi amiga M. para ver cómo estaba, hacía un par de semanas que no sabía nada de ella. Dos semanas sin saber de la mayoría de la gente no es mucho, pero mi amiga tiene más de ochenta años y una salud delicada, y cuando no hablo con ella en un tiempo siempre pienso que ha podido pasarle algo. Es una de las personas más inteligentes que conozco; tiene esa clase de sabiduría que aporta la acumulación de la experiencia, los libros leídos y una observación sensible del mundo desde la distancia que le proporciona la edad. Pero sobre todo, creo que su sabiduría proviene de una mirada irónica sobre una realidad que cada vez le importa menos. Disfruto cuando me habla de pequeñas situaciones cotidianas que ella convierte mediante un ejercicio de autoficción en escenas surrealistas, porque en su relato siempre hay detalles inverosímiles o esperpénticos, y porque rescata oscuras anécdotas de su pasado para aderezarlas con el humor más ácido, como si lo que ha vivido fuese el argumento de un trágico vodevil.
Esta manera de narrarse -en todos los sentidos, porque mi amiga describe estas escenas en unos cuentos impagables- la inviste de una dignidad asombrosa, como si la savia nueva de la persona que ha sido antes alimentase a la de ahora, más débil, para hacerla crecer más que nunca. Ahora no actuaría así, he sido una boba en muchas cosas, he perdido tanto tiempo, dice, y son las únicas ocasiones en las que se asoma la amargura o la desgana a su amable rostro. He visto humedecerse sus ojos cuando se inclina trabajosamente para acariciar a un niño pequeño en la calle, o al decirme que me quiere cuando voy a visitarla y nos despedimos; que no se te olvide, repite, quizá porque sabe que los quehaceres absurdos del día a día van echando paletadas de tierra sobre esas intrascendencias.
En Últimas notas de Thomas F. para la humanidad un viejo hastiado y seco llamado Thomas relata sus pequeñas rutinas fastidiosas mientras presiente la llegada de la muerte. Con estos magníficos cuentos el autor noruego Kjell Askildsen nos coloca frente al reconocimiento de esas actitudes que a veces nos provocan los viejos: impaciencia, incomprensión, rechazo, que es lo que el personaje va aceptando respecto a sí mismo de una manera implacable en las sucesivas anécdotas. En el último relato, cuando Thomas presiente la inminencia de la muerte, llega y llegamos con él a la aceptación de nuestro patético acabamiento, a la asunción de lo poco que hemos hecho con el breve caudal de tiempo que la vida nos ha concedido.
Ya he acabado, dentro de un momento doblaré las hojas y las meteré en el sobre. Y ahora, justo antes de que suceda, ahora voy a realizar el único acto definitivo que el ser humano es capaz de efectuar, hay un pensamiento que hace sombra a todos los demás: por qué no he hecho esto hace mucho tiempo.
Askildsen tiene ahora la edad de mi amiga, los dos nacieron en el año del crack. Sin embargo escribió los cuentos de este volumen mediada la cincuentena, se diría que vislumbrando ya lo que hacen con nuestra conciencia esos últimos años, cuando el cuerpo se vuelve un estorbo y la mente, que se repliega cada vez más sobre sí misma como para protegerse, nunca ha estado más lúcida. Quizá por eso nos importan tan pocas cosas cuando llegamos a viejos: porque la báscula de la realidad nos da por fin la medida exacta del peso tan ínfimo que tenemos en ella.
Últimas notas de Thomas F. para la humanidad
Kjell Askildsen
Ed. Lengua de Trapo
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