Entrar al cine
Nadie quería
quedarse en la cola guardando la vez.
Lo echábamos a
suertes, porque el que se quedaba perdía el privilegio de elegir rancho entre
los botes de cristal con gominolas, chicles, piruletas, chocolatinas, regaliz, alineados como peceras con sabrosos peces de colores. La tienda de chucherías estaba algo
más abajo de la calle y olía un poco a rancio; las palomitas sabían al plástico de la bolsa,
pero siempre comprábamos, como un ritual. Las pipas estaban prohibidas y había
que esconderlas bajo la ropa. En la cola procurabas entretenerte contando los
turnos que quedaban hasta la diminuta ventanilla semicircular. Si la
peli era buena había que aguantar empujones y vigilar a los que se
colaban. Los estrenos llevaban estrenados un par de meses, que era lo que
tardaban en llegar a provincias. En el lento peregrinaje a la taquilla repasabas una y otra vez la cartelera y los fotogramas de la película encerrados
en esa ventana ciega de la fachada; luego reconocerías las instantáneas que te habías aprendido de memoria, y era
como si lo que veías tuviese la familiaridad de algo tuyo. La taquillera
siempre estaba de mal humor y había que decidirse rápido entre laterales y
primeras filas o arriba, en el gallinero. De puntillas preguntabas tímidamente si no quedaba algo detrás y ella te observaba como una diosa desde lo alto del ventanuco, dando chupadas al cigarrillo, recorriendo con un dedo nervioso las hojitas verdes del taco de entradas. Siempre
nos tocaba separados: cinco y tres, o cuatro y dos y dos con un par de filas
por medio, y había que esperar a la salida para comentar o hacerlo a
gritos arriesgándote a la expulsión; el acomodador era la ley de la sala. Con las entradas en la mano
tratabas de establecer tu breve área en la puerta a punta de codazos para
cuando llegasen los otros con las provisiones, y nunca se contentaban con la distribución de asientos. Al otro lado el portero observaba
indolente las fluctuaciones de la masa, y solo abría diez minutos antes de empezar el pase. Entonces la masa embestía hacia delante entre pisotones, patadas,
tirones de pelo. Y te abandonabas al oleaje y llegabas con la marea sin tocar el suelo hasta el
escalón de la puerta, la entrada en alto para que el portero la rompiese al
vuelo, y subías la escalera como una exhalación: y estabas en
aquel reino de oscuridad y susurros y risas ahogadas, y se encendía la magia
del proyector, y durante una hora y media podías escoger una identidad a la
medida de tus sueños.
(1997)
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