El amor de Emmet Gowin








Emmet Gowin observa la realidad a la manera de Proust: recoge con una atención exquisita cada uno de sus matices para poder detenerla en el tiempo, y no nos la muestra en coloridas instantáneas sino que la revela en densas imágenes monocromas que contienen un significado trascendente, ese conocimiento esencial acerca de nuestra circunstancia en el mundo que se adquiere solo a través de la emoción.   

Sus fotografías tienen textura de poema: rotundas y frágiles a la vez, con esa mezcla de azar y exactitud de la que están hechas las metáforas más hermosas. Gowin retrata una y otra vez a su esposa Edith para proclamar a través de ella su amor por la vida. Se diría que su presencia es constante en la mirada del fotógrafo; incluso en esas tomas aéreas de intensa belleza, como si su mano hubiese bordado asombrosos paisajes sobre la piel de la tierra para llamar la atención de su cámara. 


Como señala su biografía, puede que sea la firme educación religiosa de Gowin lo que ha modulado la insistente contemplación de los días en su hogar de Danville con Edith, con sus hijos, pero a veces esas fotografías parecen el escenario de un ritual pagano de celebración a la vida.

Esa especial visión de lo cotidiano trasciende también los límites de lo doméstico en algunos retratos que toma de su esposa desnuda, en los que a veces su cuerpo parece brotar de la naturaleza como un elemento mágico, y otras veces intuimos algo mágico en su cuerpo desnudo, algo de ella que presentimos tras la frontera de su carne y cuyo prodigioso influjo es capaz de inspirar la obra de toda una vida. 
  



En la apertura de la exposición vi a Gowin: un hombre de aspecto bondadoso con una sencilla cámara digital colgada al cuello, tomando instantáneas a un grupo de personas que me parecieron sus hijos y nietos, quizá. Pero a quien yo buscaba con la mirada era a Edith, esperando ver a una persona que se distinguiría claramente de todos nosotros. Me di cuenta de que yo no era la única que ansiaba verla, porque alguien la señaló al otro lado de la sala diciendo es ella, fíjate en el perfil. Entonces distinguí a una mujer pequeña con unas gafas de montura ligera apoyadas en esa perfecta nariz tan peculiar, una mujer sonriente cuyo aspecto no tenía nada extraordinario.

Me volví a contemplar de nuevo uno de los retratos donde la misma mujer aparecía tan hermosa con los mismos rasgos, y comprendí que allí, fijada bajo la emulsión fotográfica, ella tenía otra vida cuya dimensión éramos capaces de atisbar en el relato que nos transmitían las sucesivas imágenes de sus años en Danville, y que a través de esas fotografías entendíamos el objetivo de la constante búsqueda de Gowin: regalarle a ella la inmortalidad.





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