Reflejos en el bus





Es un día con sol. Parece algo excepcional porque ha llovido casi todos los días, pero es Madrid y es mayo, y hace sol. En el autobús lame las ventanas y las atraviesa, y luego oscila como un foco en curvas y frenazos. Alguien se levanta a abrir la trampilla del cristal para que entre un poco de aire. A mi lado va sentada una mujer que busca algo en su bolso; hace un rato que revuelve con una concentración obsesiva, pero sea lo que sea que busca, no lo encuentra. Yo miro el reflejo que se forma en el cristal de la ventana: la gente aplastada en ese plano oblicuo y brillante, unidimensional, y sobre él la transparencia de las copas de los árboles, de las nubes aisladas, de las sucesivas cabezas de farolas y semáforos. Es un mundo paralelo, una película de momentos translúcidos que se fugan hacia atrás, como si el autobús avanzara con fatiga a través del tiempo, de un tiempo que ya ha sucedido y se proyecta en la ventana.

Imagino de pronto que ese mundo es el real, que la mujer que busca en su bolso y yo misma no existimos sino como un reflejo desvaído de lo que alguien, alguna vez, pensó sobre nosotras. La mujer ha encontrado por fin lo que busca, mi libreta, dice triunfante, y me mira, y me veo obligada a sonreír. Lleva en los ojos una sombra verde que con el calor se ha concentrado en los pliegues de los párpados y en las arrugas que los circundan, y parecen afluentes de un gran río. También lleva pintura encarnada en los labios, aunque un poco desvaída, como si se los hubiera pintado muy temprano y desde entonces no los hubiera vuelto a retocar. Mi libreta, dice, aquí apunto cosas, y la abre para mí por cualquier página. Está llena de apretados signos negros como hormigas; palabras, frases, supongo. Escribo sobre muchas cosas, añade, me siento y escribo sobre la gente que veo, sobre los sitios, sobre lo que pienso, ¿quieres que te lea algo? Entonces pienso que es verdad, que lo real no puede ser esto sino el reflejo de la ventana porque la mujer parece un personaje que yo me hubiera inventado, porque parece impostado sentarse en el autobús junto a esta mujer que lleva un cuaderno y que me dice a mí precisamente que escribe mucho, y porque debido a ese matiz inverosímil estoy pensando en escribir sobre ella.

Qué día más hermoso -lee la mujer- ha salido el sol y todos parecen felices porque sonríen; el conductor del autobús sonríe, esta mujer que se sienta a mi lado sonríe, y yo leo para ella mi cuaderno, leo esto que escribí esta mañana cuando tomaba mi café en ese bar que me gusta: el camarero sonrió y me dijo hoy te invito yo, por ser primavera, y luego una mujer se sentó a mi lado y me dijo que le gustaba escribir cosas en su cuaderno, y tomó café y me leyó lo que escribía. 

Levanta los ojos de su cuaderno y me mira, y luego se fija en ese mundo que transcurre en el cristal de la ventana. Yo me vuelvo y veo mi reflejo, y sobre él las copas de los árboles estallando en hojas nuevas y una enorme nube hinchada y blanca, pero ahí fuera no hay nubes, el cielo está despejado y azul, y ante el autobús no se suceden los árboles sino unos edificios grises, muy altos.



(Berlín, 2011)





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