Sampedro




Tengo en mi biblioteca dos ejemplares de La sonrisa etrusca. Eran de mi abuelo, uno de ellos se lo regalé yo en 1998, cuando cumplió noventa años, y lleva escrita mi felicitación. El otro lleva su firma en la página de la dedicatoria del autor, al principio de la novela. Los dos ejemplares son idénticos: aquella edición de RBA en tapa dura de la colección Autores de lengua española que se vendía en los quioscos a un módico precio. Las portadas eran todas iguales: un fondo de aguas en colores ocres y sobre él una caja negra como una esquela, con el nombre de la obra y el autor. En las ferias y librerías de ocasión aún pueden comprarse muchos de estos títulos.


Busqué esta novela en mis estantes al oír la noticia de la muerte de José Luis Sampedro. La había leído hace muchos años, recuerdo que lloré. Cuando se la regalé, mi abuelo sonrió y dijo: es muy triste. Estábamos en la galería acristalada del asilo donde pasó sus últimos tres años, allí daba el sol por las tardes y solía sentarse con el periódico y un libro, y a veces también con algún Hola que mi madre le llevaba para que además se distrajera un poco. La galería era el mejor sitio de la residencia, estaba rodeada de un jardín modesto y parecía su invernadero. Un invernadero de flores marchitas. A veces, aunque lo tenía prohibido, me decía: dame un pito anda, y salíamos al jardín y fumábamos mientras se lamentaba de que allí no podía hablar con nadie. Son todos unos cazurros, decía, no leen un periódico ni abren un libro, no se puede hablar con ellos de nada. Mientras paseábamos, yo miraba la galería y a través del cristal nunca veía cazurros, sino un escaparate de la finitud donde tomaban el sol un puñado de niños arrugados.


No sé por qué le regalé a mi abuelo este libro tan triste sobre las últimas experiencias de un hombre viejo antes de morirse. Supongo que me pareció hermoso, y supongo que la ingenua lectora que era yo entonces pensaba que la identificación con el personaje de una novela provoca cierta felicidad. Hoy quiero pensar que entonces lo escogí porque inconscientemente quería que mi abuelo de algún modo fuese feliz en aquella residencia, al menos mientras leía. En varias ocasiones se escapó de allí aprovechando algún momento en que el jardinero o alguien que entraba dejaba abierta la cancela, y entonces avisaban a mi madre para que lo buscara y lo llevara de vuelta. Como estaba en un pueblo no llegaba muy lejos. Además era fácil encontrarlo, porque iba dejando el rastro de su charla con todo aquel a quien conociera.

Mi abuelo leía mucho, le gustaba escribir con una letra ampulosa e ilegible y utilizar palabras extravagantes, y decirlas como si declamara algo. Siempre me preguntaba que cuándo iba a ser una escritora famosa para verme en los periódicos. Cuando publiqué mi primer libro hacía un par de años que ya no estaba. Le vi morir en su cama de la residencia, apagándose poco a poco, como un mecanismo al que se le acaba la cuerda. No sufrió. De la mesilla me llevé el ejemplar de La sonrisa etrusca que yo le había dedicado. Luego, en su biblioteca, donde mi hermana y yo leímos a Poe con menos de diez años y llenó nuestras noches de pesadillas, encontré el segundo libro, el que tiene su firma. Él ya lo tenía, pero no me lo dijo cuando se lo regalé. Por eso conservo los dos.

Siempre que veía a Sampedro me acordaba de mi abuelo. Salvo que los dos eran espigados y viejos, no se parecían mucho. Pero yo los identificaba sin saber por qué. Ahora pienso que la lectura de La sonrisa etrusca me dejó mi propia imagen arquetípica de abuelo, en la que indistintamente coloco al viejo Roncone, el protagonista, al propio Sampedro y a mi abuelo, de manera que los tres se han convertido con el tiempo en el mismo hombre: un viejo de trato un poco áspero, que se enfrenta al tiempo que le queda con un poso de rebeldía impropio de su edad.


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